El día que Sócrates batió a Leibniz

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

05 jul 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Para entender a los griegos lo mejor es ser de Santiago, como el añorado Juan José Moralejo, que lo sabía todo sobre la pesca de la truchas y sobre la Grecia clásica. Y si para entender Grecia hay que ser de Compostela, para comprender a los alemanes conviene ser de Vilanova, como Julio Camba, que a golpe de artículos y sin pretenderlo fue escribiendo un libro maravilloso, Alemania, donde profundiza en el alma germánica con mayor inteligencia y hondura que muchos profesores de levita teutona.

Con esto de Grecia, si uno se despista un par de días, ya todo el mundo ha hecho los chistes con las tragedias, Eurípides, Sófocles, el apocalipsis, el caos y la hecatombe. Se podría sacar del cajón la hybris y el pathos, pero vivimos tiempos epidérmicos e igual eso ya es ponerse demasiado solemnes para un chascarrillo. Pero lo bueno de no poder echar mano del apocalipsis, el caos, la hecatombe y la tragedia griega es que hay que recurrir directamente a los clásicos, es decir, a los Monty Python, que hace años anticiparon la solución a esta tensión nunca resuelta entre Merkel y Varufakis.

Para zanjar el tira y afloja entre Alemania y Grecia, los Monty Python organizaron en septiembre de 1972 en el olímpico de Múnich un partido de fútbol no ya del siglo, sino de todos los siglos: un duelo nunca visto entre los filósofos alemanes y los pensadores griegos.

La selección germana, con Martín Lutero de entrenador, alinea sobre el césped un once con Leibniz, Kant, Hegel, Schopenhauer, Schelling, Beckenbauer (la gran sorpresa, advierte el locutor), Jaspers, Schlegel, Wittgenstein, Nietzsche y Heidegger frente a una escuadra helena con Platón, Epícteto, Aristóteles, Sófocles, Empédocles, Plotino, Epicuro, Heráclito, Demócrito, Sócrates y Arquímedes.

Cuando el árbitro Confucio, reloj de arena en mano, pita el arranque del encuentro, los filósofos lógicamente se desentienden del balón y se ponen a deambular por la cancha, pensando en sus entes y sus metafísicas. Casi al borde del minuto noventa, cuando la final parece condenada al cerocerismo, Arquímedes lanza su «¡Eureka!», se hace con la pelota, regatea y centra desde la banda para que Sócrates remate de cabeza (cómo no) y bata al desarbolado Leibniz.

Hegel increpa al árbitro y Kant argumenta que, por el imperativo categórico, ontológicamente el gol solo existe en la imaginación; pero Confucio, impertérrito, decreta el final del partido: 1-0.

Aunque lo más probable es que Kant tuviese razón y las victorias de Grecia sobre Alemania solo existan en nuestra imaginación.