España inventa el existencialismo político

OPINIÓN

27 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

En los años sesenta del siglo pasado, cuando Europa dejaba atrás las guerras mundiales y sus conflictos derivados, y empezaba a emerger el Occidente democrático, liberal y de bienestar que ahora tenemos, todos vivíamos, incluso aquí, un tiempo de expansión y de modernización social que dio lugar a una juventud dorada. El cóctel de aquella felicidad hay que buscarlo en varios planos, como la libertad sexual, la motorización, el nuevo equipamiento de los hogares y la entrada de la cultura juvenil y de las modas europeas y americanas. Aunque el cambio más grande, sobre todo en España, fue la primera expansión de la universidad, que recolectaba a muchos jóvenes de diverso origen y procedencia que constituyeron la base de la expansión económica, y que fueron las élites juveniles de la transición.

Eran tiempos para vivir esperanzados, respirar juventud e incorporarnos a una sociedad en plena expansión de riqueza y libertad. Por eso llama la atención que en aquella misma época se extendiese por todas partes el existencialismo de Jean-Paul Sartre, que, ganándole la partida mediática y editorial a Jaspers y Marcel, y tendiendo puentes más o menos coherentes con Kierkegaard, nos hacía reflexionar sobre lo absurdo de nuestra propia existencia, y sobre la náusea existencial que generaba la finitud inexorable. Aunque una cierta cultura existencialista también era útil para ligar -porque ni Sartre pudo superar el «primum vivere, deinde philosophare»-, teníamos que soportar una permanente tensión entre lo que deseábamos y lo que el éxito destruía. Y por eso vinieron a liberarnos, entre otros, Marcuse y Fromm, que, rescatando la nostalgia del marxismo que el propio Sartre había colado en los mercados, nos convencieron de que la distancia generacional con nuestros padres era un abismo, y que la conquista de nuestra identidad exigiría un revolución eterna.

De aquella esquizofrenia existencial, que enfrentaba nuestra felicidad real con nuestra angustia teórica, me acuerdo ahora a diario, y no solo para concluir que el tiempo convierte a ciertos sabios y líderes en émulos de Calleja, sino para tratar de entender esta sociedad española de hoy que enfrenta su bienestar real -algo ajado, pero evidente- con nuestra necesidad de ser unos teóricos desgraciados, empobrecidos y hambrientos, que sentimos la absurda obligación de hacer la revolución contra nosotros mismos y contra el sistema y el país que fundamentan nuestro bienestar.

Lo malo es que ahora no tenemos a Sartre ni a Marcuse, ni un mundo en ebullición y cambio hacia un bienestar que, en términos generales, nos sale por las orejas. Por eso estamos haciendo el camino al revés. Antes nos angustiaba la teoría y nos daba esperanzas la realidad. Y ahora nos aburre el bienestar y nos pone la incertidumbre que alientan los saltimbanquis.