España y la política de las pelis del Oeste

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

09 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando, de niños, mis hermanos y yo íbamos al futbol con mi padre a ver jugar al Estradense, nuestra primera pregunta al llegar al campo estaba asegurada: «Papá, ¿cuáles son los buenos?». Mi padre, hombre de paciencia proverbial -tanta como para irse a ver un partido con tres chavales que sumábamos entre todos catorce o quince años-, nos repetía que la cosa no consistía en que hubiera malos y buenos, sino en que ambos equipos trataban legítimamente de ganar, aunque nosotros apoyásemos a uno de los dos.

Retorna ese recuerdo a mi memoria cada vez que en nuestro país se intenta convertir un asunto política, jurídica, moral o éticamente controvertido en una gresca entre buenos y malos, como si los problemas complejos que una sociedad tiene que abordar pudieran reducirse al mecanismo binario del cine del Oeste, donde el chico es honesto y valiente y sus enemigos, unos tipejos malhechores y ruines. Piensen, por ejemplo, en Solo ante el peligro.

Y así, se plantea la tragedia que, sin saberlo, la pobriña Andrea ha protagonizado estas últimas semanas y, de inmediato, hay quien sitúa a un equipo médico impecable entre los malos y a los partidarios de facilitar la muerte de la chiquilla entre los buenos. Se hace pública la resolución del juez de procesar solo al maquinista del Alvia accidentado, y las censuras, igualmente sumarísimas, no tardan en llegar. Y lo que vale para un conflicto médica y éticamente endemoniado o para un pleito penal jurídicamente muy difícil, en los que todo el mundo trata de hacer honestamente su trabajo según su leal saber y entender, vale también, por ejemplo, para los juicios reprobatorios respecto al cambio en la legislación sobre el aborto, la legalización del matrimonio de las personas del mismo sexo y tantos otros, juicios a través de los cuales pretende negarse una sencilla realidad: que la española es una sociedad pluralista, no solo ni esencialmente porque así lo proclama el artículo 1.º de la Constitución, sino porque el pluralismo es la otra cara de la moneda de la modernidad.

Solo las tribus se caracterizan por el pensamiento uniforme y únicamente bajo las dictaduras se ensalza la unanimidad como un valor. En las sociedades democráticas y abiertas cada uno juzga según el criterio que libremente se ha formado, tras un debate público en el que participan muchas personas y grupos de naturaleza muy diversa, al tiempo que respeta las opiniones diferentes.

El pluralismo, esencial en las sociedades libres de verdad, es, por eso, lo contrario de lo que en España se ha convertido ya en un vicio nacional: tratar al discrepante como enemigo y no juzgar sus argumentos sino demonizar a quien se atreve a sostenerlos, para arrastrarlo luego por el lodo. Es el goyesco duelo a garrotazos, que parece lleváramos inscrito en nuestro código genético.