¡Qué listiño me es Urkullu!

OPINIÓN

10 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Vistas las licencias que me he tomado en el título, conviene hacer algunas aclaraciones lingüísticas antes de abordar la cuestión de fondo. Para los de Forcarei es listiño aquel que para parecer listo necesita que los demás actuemos como tontos. Y el uso de la partícula interpuesta -«qué listiño me es»- sirve para reforzar o darle sentido contextual -ternura, ira, prohibición o imperio- a los semantemas. Por ejemplo, si te dan una patada en la canilla, jugando al fútbol, nadie dice «así no vale», sino «así no se vale». Y cuando una mamá quiere defender su porcelana preferida, nunca le dice al niño «no la toques», que es imperativo ordinario, sino «no me la toques», porque incluso los bebés saben que ese «me» suena a bronca y pandereta.

Urkullu es listiño -con ternura reforzada- porque acaba de inventar las rayas rojas de una sola dirección, que él puede cruzar cuando le da la gana y los demás no debemos franquear jamás. «No permitiré -dijo- que se toque el Concierto, porque eso sería cruzar una línea roja». Pero él, en cambio, puede pedir soberanías, fórmulas de adhesión, una nueva nación y una diferente concepción del Estado que le garantiza el Concierto y le paga los excesos del Cupo, sin que ni el Estado ni los ciudadanos podamos retrucarle. Porque el listiño de Urkullu cree que el hecho sustantivo es Euskadi y el adjetivo es España y, para no parecer tonto de capirote, necesita que todos lo seamos por él.

Pero algo de razón tiene, porque tanto Euskadi como Cataluña llevan cuarenta años instalados en esta asimetría verbal que tantos beneficios les rinde, mientras los demás nos hemos recluido en un complejo de castellanos invasores -sin ser ni lo uno ni lo otro- que nos obliga a hacer política pidiendo perdón por haber nacido libres y con una soberbia historia. Por eso creo que la advertencia de Susana Díaz sobre el Cupo nos hizo un gran favor a todos los españoles. Porque, aunque el contenido de sus posiciones tenga que ser técnicamente matizado, y su oportunidad sea muy discutible, ha venido a recordarnos -especialmente a su camarada Sánchez- que no se puede gobernar el Estado desde un estúpido complejo de pecado original, y que nunca se podrá llegar a un pacto si el diálogo se entabla entre los gallitos del nacionalismo y las gallinas del Estado.

Yo no creo que toda la historia del Concierto deba ser modificada, aunque sí recalculada. Pero sobre mi prudencia y mi disponibilidad para pagar los consensos se está irguiendo imparable la humillante sensación de que el debate sobre el Estado se desarrolla de tal forma que los chulos siempre ganan y los demás siempre pierden. Y, si las cosas siguen así, no nos quedará más remedio, como dijo Susana Díaz, que echar las cuentas y aplicar el reglamento. Porque es mejor ponerse rojos una vez que un ciento colorados.