Flores, velas y fusiles

Manuel Fernández Blanco
Manuel Fernández Blanco LOS SÍNTOMAS DE LA CIVILIZACIÓN

OPINIÓN

22 nov 2015 . Actualizado a las 14:22 h.

«Piense usted en el lamentable contraste entre la inteligencia de un niño sano y la debilidad mental del adulto medio». Recordé esta cita, de Freud, al ver ese vídeo, ampliamente difundido, en el que un niño parisino acaba dándole la razón a su padre (para así sostenerlo en su inconsistencia) cuando este intenta convencerlo, frente a la obvia incredulidad del niño, de que las flores y las velas los defenderán de los fusiles de los terroristas.

En el extremo opuesto, tenemos Le P?tit Libé, suplemento infantil del diario Libération, que explicaba los atentados desde el realismo tranquilizador, pero sin negar la posibilidad de la repetición. Libération se dirige a la inteligencia del niño sano, al sujeto que hay en todo niño, evitando, al contrario de lo que hace el padre del niño del vídeo, infantilizar a los niños y obligarles a negar, a reprimir, lo que saben. Porque los niños saben muy bien que las flores y las velas no detienen a los fusiles.

No los detienen porque la muerte del yihadista no es nuestra muerte. Nosotros nos defendemos de la idea de la muerte y, mucho más, de la idea de nuestra propia muerte. Intentamos silenciar su presencia porque nos resulta inimaginable, irrepresentable. Para nosotros la muerte es, sobre todo, el miedo a la muerte. Para nosotros, nada es más valioso que la vida.

Sin embargo, el yihadista hace explotar el chaleco bomba sin miedo alguno. El yihadista no es el suicida melancólico, que se identifica a un desecho sin valor. El yihadista es alguien que abraza la muerte sin vacilación, en plena exaltación maníaca. Solemos interpretar esto desde la perspectiva de los creyentes que todos nosotros somos, incluso si no sabemos que lo somos, lo que nos lleva a adjudicar a la promesa del paraíso prometido al yihadista la explicación de su alegría ante la muerte. Pero esta explicación es insuficiente. El yihadista no hace la apuesta de Pascal.

Por eso, cuando se habla de propuestas educativas para la desradicalización de los islamistas, no tomamos en cuenta que cuando alguien se entrega a la pulsión destructiva, que incluye la propia muerte como un privilegio, la educación es impotente. Es impotente porque su muerte no es nuestra muerte y nada detiene el placer de morir.

Esa pulsión de muerte, a nivel de masas, estaba contenida en las sociedades islámicas por los regímenes laico-autoritarios que la intervención militar occidental en Irak, primero, y las primaveras árabes, después, desmontaron. Esto propició la emergencia de un amo mucho más feroz, bajo la forma del Estado Islámico y su llamada a la yihad universal.

Esta voluntad de muerte desatada, como antes sucedió con el nazismo, no se detiene, como sabe este niño de París, con flores y velas. El único modo de detener al Estado Islámico es derrotarlo. De lo contrario, asistiremos a la extensión descontrolada y simultánea del integrismo islamista y del racismo en nuestras sociedades. Son las dos versiones del mal que amenazan nuestra civilización.