Un fantasma recorre España: o, mejor, varios

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

27 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Ayer cerró el rey su tercera ronda de consultas con los líderes políticos y, según algunos (pocos, en verdad), habíamos pronosticando desde la noche del 20D, la ya entonces palpable dificultad de hacer Gobierno nos llevará a nuevas elecciones. Y ello pese a la traca fallera que ayer hizo estallar Compromís para poner otra vez en evidencia a Pedro Sánchez.

Con ser grave, la repetición de los comicios lo es, a fin de cuentas, mucho menos que las circunstancias que la han hecho inevitable: la profunda alteración del sistema de partidos asentado tras las tronadas de la transición, alteración derivada sobre todo de la deslegitimación social del único régimen político a un tiempo democrático, estable y eficiente del que hemos disfrutado en nuestra historia: el de la Constitución de 1978.

Y es que, parafraseando a Marx y Engels en El manifiesto comunista, un fantasma (varios, en realidad) recorren España desde hace no menos de una década: del lado del poder público, el sectarismo político, la corrupción, la incomunicación social de los partidos, la ausencia de auténticos líderes, la extrema profesionalización de la política y, en suma, su creciente alejamiento de una población que percibe a los partidos y a sus dirigentes, con gran parte de razón, como facciones, es decir, como grupos cerrados y oligárquicos que, lejos de perseguir hoy el interés general y el bien común, viven centrados en los bienes e intereses particulares de sus miembros.

Pero si del lado del poder los actuales fantasmas de la vida nacional son bien visibles, lo mismo cabe decir de los que, en gran medida como reacción, dominan hoy a una parte relevante de nuestra sociedad: la patológica desconfianza en las instituciones, la extravagante convicción de que todo lo existente es malo y todo lo por venir chachi piruli, la capacidad de seducción social del populismo más estrafalario, la incomprensible admiración hacia los dirigentes de un partido que solo se atreven a decir lo que desean oír los ciudadanos, la tan despótica como arbitraria corrección política que envía a las tinieblas a los que osan contrariarla y, en resumen, la cobardía social, que ha llevado a muchos españoles a aceptar la majadería de que la mejor parte de nuestra historia ha sido en realidad un fraude que al fin han denunciado unos jóvenes políticos sobradamente resabiados que desde la insolencia intelectual y el desconocimiento del pasado se atreven a dar lecciones a todo el mundo sin haber aprendido ni una sola de las que son patrimonio común en las más avanzadas sociedades democráticas.

Podremos hacer y una mil elecciones, pero nada cambiará en España de verdad si no rompemos el círculo vicioso por virtud del cual los fantasmas políticos y sociales aludidos se retroalimentan sin parar. Pero para ello hacen falta, claro, dos condiciones que no se ven por parte alguna en este país tan acomodaticio y caprichoso: coraje político para hablarle a los españoles como a adultos; y coraje social para evitar que los males políticos que echamos por la puerta se nos vuelvan a colar por la ventana.