Una semana después

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

14 ene 2017 . Actualizado a las 10:42 h.

Curioseo deambulando por los restos del naufragio, cuando en el pueblo se desmonta el palco de las fiestas y todavía resuenan en los oídos los estallidos de los cohetes, y en la retina continúan sin difuminarse las estelas multicolores de los fuegos artificiales. Hay una tristeza como de resaca juvenil cuando todo se acaba, un rescoldo anímico del día después que se convierte en un recuerdo que decide ubicarse en una lejanía, aunque termine de acontecer.

Caminar por la orilla de una playa desierta cuando la mañana hace despuntar el día, buscando encontrar un mensaje secreto en una botella que contiene una carta sin destino, que alguien arrojó al mar para que yo la encontrara semioculta en mis fantasías de marinero en tierra.

Ver cómo los electricistas recogen las guirnaldas de luz que adornaron las calles, cómo el tiempo va mudando el calendario, los nuevos meses que repetirán la misma secuencia de una docena hasta de nuevo completar un año.

La secuencia abúlica de los barrenderos apilando las hojas muertas que el viento agrupa en remolinos, memoria de un otoño que ya venció sus plazos.

Y mientras paseo, voy fabulando y la ciudad me regala historias que son de mi gusto y que van nutriendo mi imaginario, archivándose en los zaguanes de una casa que en mi cabeza está siempre a medio construir.

Y una semana después de que han concluido lo que se ha dado en llamar las fiestas navideñas, cuando los señores magos, sus altezas los Reyes de Oriente, han descabalgado sus rocines y ya los pajes están guardando las cabalgaduras, las sillas de cuero repujado, la cordobesa de Melchor, la británica de Gaspar, y la que los talabarteros de Aden regalaron a Baltasar, descubro junto a un contenedor el ultimo juguete repudiado, expulsado del paraíso de los juguetes, un peluche yacente junto a un contenedor de basura. Un oso rosa que nadie quiere y que fue muy querido por una niña que abrazó su adolescencia para hacerse mayor, desmemoriada e ingrata.

Vuelvo sobre ello después de recuperar una columna antigua que fue memoria de otros juguetes rotos que otros niños habían puesto fecha de caducidad.

Aquel oso es el testimonio cruel de lo efímero, de lo socialmente prescindible, crónica de un tiempo en el que lo lúdico se está transformando en una pantalla inteligente, en unos ojos informáticos que nos miran desde su cibercorazón pero en los que nunca veremos la lágrima que yo he visto rodar por las mejillas del peluche condenado a la nada infinita del coche de basura. Metáfora hostil del capitalismo inhumano

Le acaricié su cabeza y me dio la impresión de que su corazón de trapo volvía a latir. Me dieron ganas de que sonara un tango de Piazzolla, y yo sacara a bailar a la osa Rosa. No lo hice, pero la integré en esa crónica rota donde viven para siempre los juguetes que no entienden la insolencia de los hombres ni su ingratitud. No quise esperar a que pasara el camión de la basura.