Donald Trump en su «coma» de posesión

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

20 ene 2017 . Actualizado a las 08:50 h.

Si hay algo que no se le puede negar a Donald Trump, 45.º presidente de Estados Unidos desde hoy mismo, es su capacidad para incomodar a todo el mundo y ganarse a plena conciencia adversarios y enemigos: entre otros muchos, al Partido Demócrata y a grandes sectores del Republicano, a los servicios norteamericanos de seguridad e inteligencia, a los empresarios del automóvil, a los grupos feministas, a Hollywood casi en pleno, a los inmigrantes y a quienes defienden sus derechos, a todas las minorías imaginables, al Gobierno mexicano y a las autoridades europeas.

Tanto y a tanta gente ha molestado y ofendido Donald Trump con su bocaza fuera de control desde que anunció que se presentaría a las elecciones presidenciales que no es de extrañar la metamorfosis de su toma de posesión en coma de posesión. Y es que el nuevo presidente comienza su mandato bajo mínimos, en coma profundo, en medio de escándalos sin fin. El último, el affaire ruso, que, aunque muy probablemente falso, ha conseguido el que era, en cualquier caso, su auténtico objetivo: restar aún más legitimidad a un presidente que parece creer que es suficiente con ser rico y deslenguado para gobernar el país más poderoso de la Tierra.

Pronto podrá el gran magnate comprobar que no es así y que una cosa es ganar las elecciones, haciendo toda la demagogia imaginable para recoger descontento a discreción, y otra muy diferente gobernar. Hacerlo es siempre muy difícil, pero en un país del tamaño, la importancia y la complejidad de Norteamérica, gobernar constituye un desafío desproporcionado incluso para el más brillante, equilibrado y prudente de los hombres. Y ninguna de esas virtudes adornan por desgracia a Donald Trump, cuya vulgaridad, imprudencia y extravagancia lo convierten en un auténtico peligro para Estados Unidos y para el conjunto del planeta.

Es verdad que el sistema de gobierno norteamericano está formado por un conjunto de equilibrios -lo que allí se llaman checks and balances-, pero lo es también que, dados los poderes presidenciales, la política exterior está mucho menos condicionada que la política doméstica. Y de la política exterior de Estados Unidos, que es doméstica para la mayor parte del mundo, depende su futuro en gran medida.

Por eso, después de ocho años de Barak Obama, que fue capaz de hacer lo que cuando empezó su presidencia parecía poco menos que imposible -recuperar el respeto y el prestigio que la gran democracia norteamericana merece por motivos muy distintos-, las amenazas que se ciernen sobre la nueva etapa que hoy comienza son sencillamente formidables. O se corrige, o el efecto de Trump para la política mundial será equivalente al que produciría la entrada en tromba de una manada de elefantes en una cristalería de finas piezas de Murano. El hombre elefante: con permiso del desgraciado Joseph Merrick, ese será, si no cambia, Donald Trump.