Tim Behrens

Eduardo Riestra
Eduardo Riestra TIERRA DE NADIE

OPINIÓN

12 feb 2017 . Actualizado a las 04:00 h.

Cuando a primera hora del pasado jueves me llamó Xan Arias para decirme que había muerto Tim Behrens, reconozco que me cogió con el paso cambiado. Es cierto que, como nos recordaba su hijo Charlie en su incineración, Tim era un carismático librepensador, un bebedor espectacular y un salvaje y rebelde bohemio, y que esas tres cualidades van firmemente deteriorando la salud, pero yo creí que era como el Cid o como el brazo incorrupto de Santa Teresa. Y resultó que no. Tim era un amigo elegante, delicado, respetuoso y divertido. Y, claro está, un artista. Recordé los largos días de discusiones al corregir sus textos cuando estábamos preparando la publicación de El monumento, que narra la dramática historia de su hermano Justin, que tras una desmesurada historia de amor fatal, acaba quitándose la vida en una aldea de Sudán, en el África más profunda, donde quedó para siempre. Tim era un pintor extraordinario y un poeta sutilísimo. Pero sobre todo era un implacable iconoclasta. Decía que César Otero era tan bueno como Lucien Freud, decía que los cuadros tienen que ser tan baratos como la comida, y decía -con conocimiento de causa- que Peter O’Toole, con quien tenía un parecido asombroso, era gilipollas. Con el rebumbio de los recuerdos y las emociones de estos días he descubierto que en la National Portrait Gallery, junto a la famosa foto de Virginia Woolf, se custodia desde 1994 otra de un jovencísimo Behrens. Llevaba más de veinte años en la posteridad, y nosotros sin enterarnos.