El árbol de la vida

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

18 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En los últimos quince días he estado en dos ocasiones, placenteras ambas, en Galicia. En la primera, he visto cómo se asomaba la primavera al amarillo tímido, incipiente de las mimosas, diez días después los árboles que festoneaban la carretera interior habían pintado el paisaje de oros pálidos que anunciaban que el invierno había entrado en la recta final. Incluso el dorado de los tojos comenzaba a desperezarse. En Madrid, las mimosas ocultaban todavía sus rubios cabellos retrasando la explosión de luz que se adivina. Hay por fuerza que esperar a que los prunos proclamen marzo. 

Al regresar, busqué el viejo almendro salvaje que cada año inauguraba febrero con sus flores blancas, y no estaba. Lo habían cortado, impedía el movimiento de una grúa que orgullosa indicaba una obra recién comenzada. Durante una veintena larga de años, fue mi semáforo albo, que veía mudar su blanca cabellera cuando al levantar la persiana de mi alcoba se colaba el frío de los días de enero.

Yo lo llamaba el árbol de la vida. Florecían en el viejo almendro los meses que señalaban un almanaque arbóreo, nos saludábamos como dos viejos colegas y el tiempo se iba posando en su copa de decano de la arboleda.

Lo busqué y un escalofrío subrayó su ausencia. Le iba a contar que pronto serían los días grandes de los carnavales, y que por las calles de mi pequeño país se travestirían las máscaras y los hombres se disfrazaban de mujeres y las mujeres, de hombres. Siempre le daba cuenta de qué modo corrían los días, de qué manera se escurrían las semanas y de qué forma galopaban los meses por el calendario.

Me gustaba darle nuevas, comentarle que mis hijos ya no vivían en nuestra casa, y por eso él, el árbol de la vida, los echaba de menos, de los tiempos en que compraban chucherías en el quiosco de abajo.

Siento mucho, créanme, su ausencia, aunque estoy seguro de que el viento de las últimas semanas viajó con sus semillas por todo el paisaje que rodea mi casa y que otra primavera aguardada traerá el milagro de un nuevo árbol, de otro almendro que se vendrá a vivir a un jardín vecino. Y mientras tanto veré crecer los días en el otro árbol gemelo del que ahora falta, y que está al principio de la curva de salida de mi barrio.

Estará gallardo y presumido, no sabe todavía, y no seré yo quien se lo diga, que se ha ido, que ya no está el viejo árbol de la vida, el que medía las tardes proyectando su sombra.

Igual estaba ya muy viejo, y se le estaban secando las raíces. Quién sabe. Pero yo tengo por fuerza que recordarlo y rendirle el homenaje debido a la memoria botánica de mi querido árbol de la vida. Hasta siempre, compañero.