La ingenuidad como problema político

OPINIÓN

11 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En el contexto del caso Palau, se publicó una reflexión sobre el independentismo que, si en lo que tiene de cierto dista mucho de ser novedad, en lo que tiene de error denota una ingenuidad de enormes proporciones. Venía a decir el sesudo pensador que es preciso distinguir el proceso independentista, que, por ser un conjunto de acciones programadas contra el Estado, es antidemocrático, y los ciudadanos independentistas, que tienen pleno derecho a defender sus ideas dentro del marco democrático. Y sobre tal distinción, que en principio es impecable, intentaba disculpar a los que, pretextando el apoyo a los que solo expresan y defienden ideas independentistas, acabaron reforzando -¡sin querer!, puntualizaba- el atrabiliario proceso en el que estamos enfangados. 

Que las ideas no delinquen ya se sabía en el siglo XVIII. Y, para demostrar hasta qué punto somos más antiguos y ñoños de lo que creemos, mucho me temo que en los días de hoy no hay ni yupi ni progre que se atreva a defender la libertad de opinión como lo hizo Stuart Mill a mediados del XIX, cuando dejó escrito que incluso la opinión favorable al uso de la violencia como motor del cambio social -lo que hoy sería un delito de apología del terrorismo- debe ser tolerada y protegida en una sociedad democrática. Porque la radical libertad de pensamiento -decía Mill- es conditio sine qua non del progreso social y científico, y una característica esencial de la democracia misma. Pero Stuart Mill no era un anarquista, ni un loco, y por eso tenía igual de claro que la discrepancia democrática no convalida la ilegalidad, y que las acciones políticas derivadas de las opiniones solo son legítimas cuando, actuando dentro del sistema, se modifica la ley.

Por eso creo que defender la libre opinión de los independentistas es una concepción muy magra de la libertad democrática, ya que nadie discute ni limita en España tal derecho. El problema lo tenemos si, como decía el articulista, no nos hemos dado cuenta del abismo que hay entre tener y expresar una opinión y atribuirse el derecho a arremeter contra la legalidad y el sistema en nombre de dicha opinión, hasta el punto de utilizar las instituciones del Estado para fragmentar y destruir el Estado mismo. Lo que hiere nuestro momento histórico no son las opiniones, sino la deslealtad de los más altos servidores del Estado que, sin más legitimidad que su opinión, presumen a diario de no cumplir ni hacer cumplir la Constitución y las leyes que habían jurado. Por eso hay que convenir que, si es cierto que los pelotones de la ilegalidad se nos han colado por las grietas abiertas por una defensa mal entendida y peor ejercida del derecho a discrepar, es evidente que los juristas, tribunales, instituciones, comentaristas y tertulianos estaban en Babia. ¡Y allí deben seguir, vive Dios!