ETA: el final ridículo de los asesinos

Gonzalo Bareño Canosa
Gonzalo bareño A CONTRACORRIENTE

OPINIÓN

21 mar 2017 . Actualizado a las 07:58 h.

Si no fuera por el espantoso reguero de sangre que ha dejado a su paso, por sus crímenes atroces, por el asesinato de inocentes, de niños, de mujeres embarazadas, de ancianos, por el sadismo con el que se ensañó con personas a las que secuestró sin más motivo que el haber defendido la libertad, por su dictadura del tiro en la nuca, por la vileza con la que pervirtió la vida cotidiana en el País Vasco durante generaciones, por la extorsión mafiosa con la que sufragó su régimen de terror, o por el silencio cobarde con el que una gran parte de la sociedad vasca miró hacia otro lado cuando se mataba a sus vecinos, el final de ETA tendría algo de tragicómico.

Para los que hemos vivido nuestra infancia y nuestra juventud en el País Vasco en plenos años del plomo ETA solo representa ya, afortunadamente, un mal sueño. El recuerdo borroso de una pesadilla horrenda y salvaje de la que nos sentimos liberados porque estamos seguros de que ni volverá, ni tiene ya capacidad alguna de hacernos daño. Pero, para una buena parte de los españoles, para los jóvenes y para quienes no vivieron tan de cerca la bestialidad de esa banda de asesinos, ETA no es más que tres párrafos en los libros de texto. Una pieza de museo cuya existencia solo cabe recordar para sentirse orgulloso de que España se librara de ella, como quien se desprende de una excrecencia cuya única ubicación posible es, como explicaba valientemente en estas páginas Roberto L. Blanco Valdés, el estercolero de la historia.

Por eso resultan esperpénticos los últimos esfuerzos de una banda que está ya rendida, derrotada, reducida a la nada y hasta olvidada por la sociedad española, por hacerse visible y exigir prebendas a cambio de abandonar un arsenal cuya entrega ya nadie se molesta siquiera en reclamarle. Los recientes mensajes emitidos por los cuatro sicarios que aún le quedan a ETA recuerdan a esos soldados japoneses que, ocultos en la jungla de Guam, creen que estamos todavía en plena Segunda Guerra Mundial. Esa exigencia de que el Estado de derecho que los ha derrotado les garantice impunidad a cambio de devolver su polvorín de pistolas y balas oxidadas remite más bien al chiste de Gila: «¿Es el enemigo? ¿Ustedes podrían parar la guerra un momento?». En esa astracanada final, ETA cuenta con la colaboración de personajes estrambóticos como ese tal Ram Manikkalingam, capaz de reunirse en su día con un grupo de encapuchados que le mostraron unas armas que no pudo ni tocar, y que se fueron con ellas por el mismo sitio por el que habían venido, y reclamarse luego como «verificador» del desarme.

En la tragicomedia, que es ya cuento largo, lo que permanece inalterable es aquello que nos enseñó en su día Xabier Arzalluz. «Otros mueven el árbol y nosotros cogemos las nueces», dijo el histórico dirigente del PNV. Si el Estado no cedió en nada después de que ETA pusiera ochocientos muertos encima de la mesa, tonto sería si lo hiciera ahora que ha aplastado a los asesinos. Disuélvanse. Paguen por sus crímenes los culpables. Y el resto, circule. Y calle.