Sesenta velas romanas

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

25 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Casi somos coetáneos el Tratado de Roma y yo, aunque también cumple años uno de mis amados mitos juveniles: Carolina de Mónaco. Yo celebro vivamente y soplo las velas de una Unión Europea sexagenaria, que aunque sufra los achaques propios y compatibles con su edad, hasta aquí hemos llegado con sus 27 miembros gozando de buena salud, pese a los populismos que vienen y a cierta crisis temporal y efímera de identidad. 

La democracia se fortalece con más Europa, con un mejor territorio común que afiance la columna que vertebra nuestra forma de ser y fije nuestro pensamiento occidental y judeocristiano.

Nací en un país en blanco y negro en el que el paisaje era gris, y comencé a sentirme europeo de una manera intuitiva, infantil y anecdótica, cuando mi padre, que realizó una gira turística por Francia, regresó trayendo como obsequio domestico una vajilla de Duralex que tenía todos los platos de colores. Cuando adornó nuestra mesa familiar en un primer almuerzo de domingo, yo supe que desde entonces todo sería distinto y comencé a soñar el futuro en un país abierto y sin fronteras donde cupiéramos todos y con una moneda única y un bienestar alcanzable.

Y poco a poco fuimos viendo cómo los anhelos básicos se iban cumpliendo, los plazos acortándose, las letras venciendo, y nosotros sumando años a la misma velocidad que la Unión, aunque la lectura última es la Europa falaz de dos velocidades.

He sido, soy y seré, profundamente europeo. Conozco muy bien su cultura, a la que no soy ajeno, que es la mía, amo sus ciudades, aprendo tolerancia frecuentando su países, me sigo extasiando con la vieja banda sonora europea, con Beethoven y Bach, con Penderecki y Satie, visito sus pinacotecas, comparto el frenesí italiano y me siento sueco en Gotemburgo o danés en Copenhague. Admiro el rigor alemán y soy portugués y griego cuando escucho un fado o defiendo la no intervención en Atenas, donde sentí por vez primera un escalofrío de pertenencia cuando tuve de frente el Partenón.

Comprendí y ambicioné la diferencia cuando realicé un curso en Renania Westfalia auspiciado por la Fundación Friedrich Ebert de los socialdemócratas alemanes.

No puedo más que felicitarme de pertenecer a este territorio, de aprender Europa desde Europa, de apoyar mi hombro para contribuir como ciudadano a su fortalecimiento.

Mi patria es Europa, por eso con Ramón Piñeiro soy profundamente español y esencialmente gallego, y me felicito de que mis hijos sean europeos de nación, conscientes de que su país se puede visitar desde Laponia a Otranto como pasean los vecinos por su barrio. Por eso y por muchas razones más reitero mis parabienes de cumpleaños a la vieja nueva Europa del fundacional Tratado de Roma, deseándole, como en la copla ritual, que cumpla muchos más. Las primeras sesenta velas romanas ojalá que inauguren un futuro solidario y en paz.