Mitad ángel, mitad marisco

Ramón Pernas
Ramón pernas NORDÉS

OPINIÓN

01 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Es la definición daliniana de Maruja Mallo, a quien hoy y en Viveiro la Academia Gallega de Bellas Artes rinde particular homenaje y proclama todo un año dedicado a su memoria plástica y personal.

Conocí a Maruja Mallo una tarde lluviosa de invierno madrileño a finales de los años ochenta. Era una mujer estrafalaria que habitaba en un pasado lleno de esplendor y había permanecido en un tiempo que ya no era el suyo. Estaba yo con Raúl del Pozo y me presenté como un admirador que había nacido en su mismo pueblo. Me respondió que era de Lugo y de Tui, de Madrid y de Buenos Aires, y no se reconoció como vivariense, que era el principal motivo por el que yo estaba con ella. No tenía ningún sentimiento de pertenencia y al despedirnos ya no negaba su origen.

Las veces en que volví a verla, pasé a ser para ella «el gallego de Viveiro», y comenzó a sentirse paisana entre café y café en las mesas de mármol del café Gijón.

Yo a quien conocía era a su hermano, el gran escultor tudense Cristino, con quien desde Espasa Calpe, de la que por entonces yo era el director editorial, intentamos editar una antología de su obra que se frustró por esos vaivenes caprichosos que ocurren con frecuencia en el mundo del arte.

Estuve media docena larga de ocasiones riéndome con las ocurrencias heterodoxas de Maruja. Con Laxeiro, que, en su estancia madrileña, vivía justo encima del Gijón, reivindicó su obra plástica como la de la más importante pintora del siglo ante un puñado de espectadores amigos que asistíamos a tan singular y amable duelo dialéctico. Acaso tenía razón, pero lo que a mí me interesaba era sin duda su apasionada defensa de la libertad desde un corazón que siempre se consideró libre. Era una persona difícil, su aspecto físico estaba a las puertas de una decadencia indeseada. Bajita y maquillada de una forma pintoresca, vivía prisionera de sus recuerdos.

Su biógrafo, mi amigo el profesor alicantino Ferris, estudioso asimismo de Miguel Hernández, me contó la pasión que sintió el poeta de Orihuela por ella, a quien le dedicó una docena de poemas de El rayo que no cesa, cuando Maruja se convirtió en su amante ocasional después de que Alberti le rompiera el corazón abandonándola por María Teresa León.

La furia del océano atlántico vivía en el pequeño cuerpo de la Mallo, inteligentemente caprichosa, que dosificaba sus experiencias personales convirtiéndola en anécdotas de una Isadora Duncan porteña en los años en que fue feliz en Buenos Aires. Conversadora errática, fue reconociendo su origen vivariense, que seguía archivado en algún lugar sombrío de su memoria

Regresó muy pronto a España, desde un exilio escasamente militante, Tuvo un gran reconocimiento entre la burguesía argentina, que valoró justamente su producción pictórica.

Sus últimos años de vida fueron de olvidos. Ya no gobernaba su cabeza llena de sueños del pasado y en el mes de febrero del año 95 inició su último viaje, yendo a reunirse con Pablo Neruda y con Alberti, con Buñuel y Federico, mientras el eco repetía que en el cielo había otro ángel que era mitad marisco.