Mariano, Carles y Alberto

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

04 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Incluso para los agnósticos, la Biblia es, además de una hermosa obra literaria, una fuente inagotable de enseñanzas morales. Hay sin embargo un pasaje del Nuevo Testamento, concretamente la parábola del hijo pródigo, cuya significación nunca logré comprender. Ni en la versión canónica del evangelista Lucas (15:11-32) ni en la versión moderna de mi autoría, en lo esencial casi un plagio de aquella. Que el padre premie al hijo díscolo que retorna a casa, tras dilapidar su herencia en juergas y rameras, puedo entenderlo como un acto de misericordia. Pero que se haga a costa del hermano menor, el que se deslomó para conservar el patrimonio familiar, el joven austero y sometido a privaciones, me parece moralmente inaceptable. Una grave discriminación o, como dirían los economistas, un incentivo al despilfarro o a tomar las de Villadiego.

Llamémosles Mariano, Carles y Alberto a los protagonistas de la parábola. Nombres ficticios, por supuesto. En la versión actualizada, el primogénito, Carles, todavía no ha abandonado el hogar paterno, pero se dispone a hacerlo. Ya está preparando, con nocturnidad y alevosía, baúles y maletas. El padre, Mariano, quiere evitar su marcha por todos los medios. No solo está dispuesto a hacerse cargo de las deudas contraídas por el hijo disoluto, sino que, en su afán por retenerlo, pretende obsequiarlo con el mejor vestido, el anillo más lujoso y el calzado más lustroso. Y una fiesta sonada que costará 4.200 millones de euros en su primera edición. Todo «porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado».

Tengo cierta predisposición a aceptar esa primera parte de la parábola. Creo en la reconciliación nacional como la que propugnaba Carrillo en la dictadura franquista, creo en la reinserción del delincuente y hasta creo, si me apuran, en el perdón de los pecados. Pero hay dos obstáculos que me impiden asumir la moraleja. El primero, la falta de arrepentimiento en el hijo pródigo, al menos si nos atenemos a la versión actual del relato. Y el segundo, el agravio comparativo que el padre inflige al hijo sumiso que gestionó escrupulosamente la hacienda familiar.

Lo que me preocupa es el desairado papelón de Alberto. Él cumplió a rajatabla los dictados del padre, redujo los gastos hasta la extenuación de enfermos y escolares, saneó las cuentas, practicó la austeridad franciscana y combatió el déficit con denuedo. Y como resultado, en vez de recibir el merecido premio, observa que es su hermano el favorecido. Tiene razón en mostrarse indignado y en alzar un grito de protesta. Su progenitor, quien le negó un modesto cabrito para compartirlo con sus amigos, ordena ahora sacrificar el becerro más gordo para festejar el regreso de su hijo disoluto. O para evitar que se vaya.

Comprenderán entonces por qué interpreto heréticamente esa lección moral. Misericordia, sí, pero no a costa de los demás. Lo que realmente nos enseña Lucas es la falsedad del dicho «o que non chora non mama», que sustituye por el más preciso de «quen non reivindica, quen non protesta, non mama».