En Siria ya hay una guerra de verdad

OPINIÓN

08 abr 2017 . Actualizado a las 13:45 h.

La conflagración mundial que se abatió sobre Siria hace seis años era, hasta ayer, una guerra clandestina. Porque no estaba declarada. No había sustituido el derecho ordinario por el de guerra. No tenía identificados a sus verdaderos contendientes ni los obligaba a gestionar la población invadida. No aplicaba con rigor los convenios de Ginebra, y no permitía saber en qué momento estratégico llegaría el armisticio. A esto le llamó Martí-Baró -el profesor asesinado junto a Ellacuría en la UCA de San Salvador- «guerra de baja intensidad», porque limita la violencia de los frentes a cambio de aumentar su duración, y porque reduce la destrucción material a cambio de aumentar y prolongar la destrucción de la sociedad y del Estado.

La trampa del sistema -decía Martí-Baró- es que los efectos de las guerras de baja intensidad son más graves y duraderos que los derivados de confrontaciones totales; que a los verdaderos señores del conflicto le resultan muy baratas y rentables; que los paraísos democráticos que sostienen estas peleas no tienen conciencia de que están en guerra ni se cansan de pagar los costes de la misma; y que la agresividad de las potencias que provocan o sostienen el conflicto queda disfrazada de acción humanitaria. Por eso tenemos que agradecerle a Trump que, cualquiera que sea la justificación del ataque a Shayrat y el control que tenga sobre sus efectos, haya demostrado que Siria es la zona cero de una gran guerra, que todas las soluciones pasan porque unos maten más que otros, y que solo el agotamiento del escenario bélico -armas, municiones, soldados, víctimas y tierras quemadas- puede forzar el cierre de la carnicería. Así terminó la batalla de Verdún hace 100 años. Y así terminará esta masacre disimulada que, de haber sido desde el principio una guerra declarada, ya habría terminado hace tiempo, con costes más bajos, y con algunos criminales sentados en el banquillo.

La UE se equivocó al inicio de este conflicto cuando, para aprovechar sus inercias, confundió a varios contendientes -que eran también enemigos entre sí- con una insurrección democrática, mientras demonizaba de forma imprudente al mismo régimen que ahora tiene que soportar. También se equivocó Obama al creer que una guerra sin ejércitos podía evitar la radicalización y la creciente multilateralidad del conflicto. Y también ahora se equivoca Trump, que, sabiendo que las únicas posibilidades de pacificación pasan por mantener el arbitrio de Al Asad, no dudó en convertir a este tirano en el símbolo visible de su guerra contra todos.

Los únicos que no se equivocaron -y mucho lo lamento- fueron Putin y Al Asad, que desde el primer momento vieron que la primavera siria era una guerra en campo de Agramante, y actuaron en consecuencia. Por eso van a ser -tras la matanza- los únicos vencedores.