Moussa

Carlos Agulló Leal
Carlos Agulló EL CHAFLÁN

OPINIÓN

14 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En Kaffrine hay un campo polvoriento de tierra roja donde se juega al fútbol. Allí, hasta hace menos de un año, estaría Moussa dando patadas a un balón. Un pueblo del interior de Senegal, réplica de tantos lugares del África de la miseria, del que salió junto a su madre para reunirse, por fin, con su padre, que había encontrado en A Coruña un trabajo para procurarles una vida mejor que la que él conoció hasta que escapó de allí hace cuatro años en una patera. Pero a Moussa, 17 años, ganas de seguir jugando al balón y la ilusión de aprender un oficio, se lo tragó el mar en el Orzán una tarde de fútbol y playa con los amigos de su nueva ciudad.

Una historia de ilusión y sacrificio truncada por la muerte de un chaval que, por lo que cuentan sus profesores, los amigos, el entrenador de su equipo, veía un horizonte. Lejos de aquel lugar polvoriento, de casas endebles y sin oportunidades, en el que seguro que dejó también afectos y muchos recuerdos. El lugar al que sus padres, azotados ahora por un dolor inmenso, quieren que regrese Moussa para siempre. Porque la tierra que los expulsó es, al fin, lo único que quizás les ofrezca algo de seguridad y sosiego en estos momentos. No importan las penalidades del pasado en su país empobrecido; lo dura que haya sido la separación de la familia cuando el padre de Moussa se embarcó en una patera; la angustia de verse a punto de naufragar cuando ya divisaba la costa del pretendido paraíso; los padecimientos en un trabajo en el que los cabos y el salitre le curtieron las manos. Porque nada hay que endurezca el corazón para resistir una pena tan grande.

Moussa y sus padres son, en realidad, víctimas de la desigualdad. Que tengan al menos el consuelo de nuestro llanto.