De Carlos y Kristina

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

13 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Le pedía que me contara otra vez una historia ya escuchada y lo hacía modificando la versión que yo conocía hasta deslumbrarme de nuevo con su especial y singular dicción de contador de historias. Paseábamos deteniéndonos frente a las exposiciones de libros exóticos escritos en lenguas de gramática imposible que se exhibían en la feria de Fráncfort y soñábamos a dos la Galicia utópica en la que militábamos. Convenimos, con Damián Villalaín, que yo le presentara en el Liceo de Ourense su libro Un país de palabras, un honor, que convertí en mi intervención en un libro de relatos francés escrito en gallego. Y fue en febrero del año de su muerte, durante un almuerzo en Madrid con Alfonso Zulueta, cuando me refirió que en su viaje a El Cairo, de donde acababa de regresar, sintió un fuerte dolor en el pecho, que lo asustó sobremanera, hasta que «foise pasando».

Me lo contaba mientras encendía un habano de El rey del mundo que le acababan de regalar en mi presencia.

Sentía por él un afecto antiguo, recíproco, de cómplices enfermos de un síndrome de Estocolmo compartido, de nuestra profunda admiración por los países escandinavos con Suecia como eje vertebrador. Me fue contando historias del norte de Europa, páginas orales de un viajero de oficio, incansable en su curiosidad intelectual, por descubrir y desvelar paisajes que estaban más allá del mundo conocido.

Se fue a los sesenta años, dejando muchos proyectos por realizar, cientos de historias por narrar y una decena de libros por escribir cuando se apagara para siempre O sol do verán.

La fortuna de haberlo conocido, de compartir sueños y anhelos, de esbozar mínimamente el diseño de la Galicia que ambos deseábamos, se vino abajo la mañana que me anunciaron su muerte, y el profundo dolor que me produjo su ausencia.

Su último viaje me acercó más a Kristina, su amor adolescente, la llave que le abrió Suecia para siempre, su mujer, su esposa, su viuda. Heredera de toda su memoria, presidenta de la fundación que lleva el nombre de Carlos Casares en su frontispicio. Mantuve con ella una sincera amistad. Nos dejó a los sesenta y cuatro años, cuando decidió, diez años después del postrer viaje de Carlos, reunirse con él para siempre.

Nuestro último encuentro fue en Gotemburgo, adonde acudió desde el norte de Suecia, a reunirse con Milagros, mi mujer, y conmigo, que hacíamos parada y fonda en la feria del libro que se celebraba en el mes de septiembre en esa ciudad, y que estaba emplazada frente al mítico parque de atracciones Liseberg, que estaba escrito en la memoria juvenil de Kristina, lo que le hacía evocar un feliz pasado lejano.

Aquellos días en su país resultaron inolvidables, y regresan hoy a este artículo que coincide con el subrayado literario de dedicar a Carlos el día mayor de nuestras letras, lo que me da la oportunidad de escribir sobre Kristina, mi amiga, la mujer que compartió los mejores años de su vida con Casares, la madre de sus hijos.