César Trump

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

18 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Se ha armado un buen escándalo en Estados Unidos a cuenta del asesinato de Donald Trump. Me refiero a su asesinato en una obra de teatro. Una compañía de actores está representando el Julio César de Shakespeare en Central Park, en Nueva York, y han tenido la idea de situar la obra en la política norteamericana actual. La cosa no es muy sutil: César, el tirano, es el vivo retrato de Trump; su mujer, Calpurnia, habla con acento esloveno; tienen una bañera de oro macizo. Y como sucede siempre, inevitablemente, al llegar el tercer acto de esta obra, a César lo apuñalan. Esto es lo que ha provocado indignación de algunos medios partidarios de Trump, que han presionado a los patrocinadores para que retiren su apoyo a la obra. Lo consideran una incitación al magnicidio sin precedentes.

En lo de los precedentes se equivocan. Esto de usar Julio César como sátira política contemporánea se ha hecho ya tantas veces que más bien se ha vuelto una idea trillada. Orson Welles lo hizo en 1937 en su Mercury Theatre, con los personajes vestidos de nazis y una especie de Hitler-Mussolini en el papel de César. En los años noventa se hizo con Kennedy y una Calpurnia que, en este caso, iba vestida como Jackie. Se hizo hace unos años con Obama, en una producción de The Acting Company, con un doble de Al Gore en el papel de Marco Antonio y el pueblo romano manifestándose en escena con pancartas de «Occupy Rome». Se hizo con George W. Bush en el 2013 e incluso con Hillary Clinton hace un par de años. Ya lo dice Casio en la propia obra: «¿Cuántas veces, en el futuro, esta hazaña nuestra se representará en países todavía por nacer y en acentos que aún no existen?». La respuesta: muchas veces.

 Por otra parte, tampoco se puede decir que la idea sea completamente inofensiva: John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, había estado interpretando Julio César el año anterior, y quién sabe si fue lo que le dio la idea.

 Pienso que el problema de la obra es otro, en cambio. Si de lo que se trataba era de advertir del peligro que pueda suponer Trump para la democracia, la pieza está mal elegida. Los conjurados matan a César para salvar a Roma de la tiranía de César y lo único que consiguen es traer otra tiranía, la de Octavio y Marco Antonio, aún peor. Por eso la cosa acaba con Bruto arrojándose sobre su propia espada diciendo aquello de «César, puedes estar tranquilo, que no deseé tanto tu muerte como deseo ahora la mía». Lo que Shakespeare escribió no es una crítica del poder absoluto, sino más bien una reflexión compleja sobre los peligros del idealismo, sobre cómo, cuando se comete un crimen en nombre de una buena causa, la buena causa acaba a menudo convirtiéndose en un crimen.

De hecho, la crítica cuenta que sucedió algo extraño en el pase de prensa cuando llegó la fatídica escena del apuñalamiento de César. Para dejar aún más claro el mensaje político, en la adaptación quienes asestan las puñaladas no son los siete romanos del original, sino mujeres y representantes de diversas minorías. De repente, el público, que se había estado riendo a carcajadas con las alusiones a Trump, se quedó callado al ver cómo se hundían los cuchillos en el traje azul. Incluso a los actores, cuando intentaron gritar las palabras que están en el texto, libertad y justicia, les salió un gallo. El presidente cayó al suelo en medio de un silencio incómodo, envuelto en su propia sangre. Y el público ya no se volvió a reír. Solo se oía de vez en cuando algún carraspeo. Como si se avergonzasen de haber visto, representado sobre el escenario, un deseo secreto, un pensamiento culpable.