El conflicto que nos iguala

José Manuel García Sobrado TRIBUNA

OPINIÓN

XOAN CARLOS GIL

22 jun 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

La bestial y cruel agresión que sufrieron un hombre y su hija el pasado domingo, por parte de un vecino con quien mantenían históricas rencillas (según las informaciones que aportan los medios y que coinciden con la detención del sospechoso por parte de la Guardia Civil), me pone en alerta sobre el nivel de tolerancia sistémica de la violencia que parece asumido como algo normal o, cuando menos, como fatalidad inexorable.

 El contexto de lo que se da en llamar «conflicto» parece hacernos a todos iguales, pues a menudo se utiliza perversamente como un manto sagrado para minimizar los actos violentos y agresivos de algunos de los involucrados contra los otros. La apelación al conflicto, sin más indagación de quién lo provoca o quién lo mantiene, se convierte en patente de corso para violentos. Si el agresor consigue acreditar que las relaciones personales no eran amigables con la víctima del ataque, tiene el terreno ganado para la disculpa o para la justificación. El sistema de Justicia dejará el asunto en el mismo terreno privado del que salió, con argumentos rocambolescos como que dada la situación conflictiva «no resulta creíble ninguna de las versiones», o que «dada la conflictiva relación previa, no consta acreditado que el acusado actuara con ánimo de injuriar», o que «a la vista de la previa relación conflictiva, la amenaza no resulta creíble o verosímil». En definitiva, fórmulas de revictimización que alimentan al violento, bajo la atroz dejación de la función jurisdiccional por parte de quienes están llamados a administrar la justicia. Claro: cuando se producen muertes o lesiones gravísimas, ya es demasiado tarde para levantar el velo. Pero el velo hay que levantarlo antes, porque cada violencia que queda impune es el germen de otra mayor. Y no es una cuestión de garantías procesales, por más que lo quieran vestir de tal.

Confundir a víctimas con verdugos tiene un coste demasiado alto que un Estado de Derecho no se puede permitir. En un Estado de Derecho no hay márgenes posibles de gestión privada de la violencia.

Pero ahora vendrán los iluminados de la mediación judicial con su apostolado de que hay conflictos que la Justicia no puede resolver. Repetirán la cantinela de siempre: que hay conflictos que solo se pueden resolver por vías pacíficas, que así es mucho mejor para todos, que todos salen ganando, que esto y que aquello… Convengamos que a estos apóstoles no les vienen tan mal sucesos y tragedias como esta (y otras bien conocidas), porque están acostumbrados a esgrimirlas como presunta evidencia anticipada de sus profecías mesiánicas. No en vano los «conflictos vecinales», como los denominan en su jerga, son (junto a los divorcios contenciosos, que en el argot denominan «separaciones conflictivas») el paradigma de sus conquistas. O de sus colonizaciones, según otros.

Es tiempo ya de empezar a llamar a las cosas por su nombre. El «conflicto», que los entusiastas de la mediación señalan como hecho consustancial al ser humano y a las relaciones sociales es un «nada jurídico». Los odios, antipatías y deseos no son asunto del Derecho. Y como no lo son, no sirven al Derecho para intervenir. Pero el insulto, la amenaza, la intimidación, los daños, los golpes, las palizas y las agresiones son conductas intolerables que deben ser reprimidas a través del Derecho. Y ningún odio, antipatía ni deseo pueden servir para que se abstenga de hacerlo.

Hace tiempo que me niego a guardar minutos de silencio.

Prefiero seguir alzando la voz contra quienes no evitaron las tragedias.