El hombre de Langley

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Quien realmente pilotó la transición no fue ni el rey Juan Carlos ni Suárez, sino un militar norteamericano que hablaba gallego, Vernon Walters

02 jul 2017 . Actualizado a las 09:17 h.

En esta semana de conmemoraciones por el cuarenta aniversario de la elecciones de 1977, se me vino a la cabeza que yo conocí en una ocasión al hombre que, en opinión de algunos, fue quien pilotó realmente la transición. No era el rey Juan Carlos, ni Suárez, sino un militar norteamericano que hablaba gallego.

Fue hace bastantes años, en un curso de verano de El Escorial. El general Vernon Walters, puesto que de él se trata, venía a sentarse todos los días a comer y a cenar con nosotros, tres amigos periodistas. Yo le caía bien simplemente porque era gallego. Me explicó que, como él hablaba portugués, se había preocupado de aprender las diferencias entre los dos idiomas. Dominaba otros siete u ocho. Esa habilidad para las lenguas era lo que le había permitido empezar la Segunda Guerra Mundial de cabo y acabarla de comandante, para luego convertirse en traductor y asesor de siete presidentes norteamericanos, además de diplomático y espía. Porque Vernon Walters, y esa es la cuestión, había sido subdirector de la CIA.

Y no cualquier subdirector de la CIA. Una reputación sulfurosa le precedía. Este era el hombre del que se decía que había orquestado el golpe de Estado de 1964 en Brasil y el de 1973 contra Allende. Había visitado el Portugal revolucionario en agosto de 1974 y en septiembre ya se había producido el fallido contragolpe de Spinola. En 1989 le habían hecho embajador en Alemania y al poco se cayó el Muro. Apenas hay una historia oscura de la Guerra Fría en la que no salga a relucir su nombre: el asesinato de Letelier, los atentados contra Castro, la contraguerrilla en Angola, la Operación Gladio en Italia, Watergate... Cuando en las películas aparece un jefe de la CIA cínico e implacable se puede decir que es una versión del general Walters, suavizada.

La verdad es que resultó ser un tipo simpático al que le encantaba hablar. Uno podía escucharle durante horas contar cómo había organizado el famoso viaje de Nixon a China, o cómo metía clandestinamente a Kissinger en Francia para las conversaciones secretas con Vietnam del Norte: «Usábamos el avión privado de Pompidou diciendo que era para su amante, porque nos parecía que eso no iba a llamar la atención en Francia. Desgraciadamente, llamó la atención de la señora Pompidou».

Un día le pregunté directamente qué había de cierto en lo que se contaba de que era él quien había movido los hilos la transición española desde el cuartel general de la CIA en Langley, Virginia. Se rio. «Tonterías». Pero entonces empezó a contarnos su relación con España desde que de adolescente había aprendido español en el Biarritz de los monárquicos recalcitrantes que escapaban de la República. Nos contó la famosa visita de Eisenhower a Franco de 1959, en la que él aparece en segundo plano en todas las fotos, como un alcahuete; su entrevista secreta con el Caudillo en 1971 para acordar lo que sucedería después de su muerte («No tenía ya fuerzas ni para abrir el sobre con la carta de Nixon»); su papel oscuro en la Marcha Verde y la ocupación del Sáhara; su operación de protección de Felipe González con agentes de la CIA («Teníamos miedo de que lo matase la extrema derecha»); sus presiones a Suárez para que no se presentase a las elecciones de 1977; su trabajo para que España no saliese de OTAN. Nos dejó un poco pensativos.

«Naturalmente», se apresuró a añadir, «nada de esto tiene importancia y no resta ningún protagonismo en la transición al sereno pueblo español y sus prudentes líderes». Dio un largo sorbo a su copa, se limpió la boca con la punta de la servilleta y nos dirigió una sonrisa enigmática.