Rosario

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

08 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

La encontraron muerta, tendida en el pasillo de su casa. Según todos los indicios y dictámenes forenses, hacía al menos siete años que había fallecido. Vivía sola en un apartamento de un edificio habitado por multitud de vecinos. Ni ellos ni el conserje de la finca la echaron de menos. Nadie echó de menos a esta vecina de Culleredo, Rosario, de cincuenta y seis años, divorciada.

En el garaje estaba aparcado su coche: el polvo acumulado modificó su color. Las persianas de sus ventanas no subieron ni bajaron en el transcurso de ese largo lustro que transcurrió desde su fallecimiento. Vivió en soledad y sola se murió. La alarma vino dada porque su banco, cuando se terminaron los ahorros, no hizo efectivo el pago del alquiler del apartamento de dos piezas donde Rosario vivió con su madre hasta el fallecimiento de esta.

Habitaba uno de los doscientos setenta mil hogares gallegos donde vive una sola persona. Conviven con el silencio que envuelve la soledad, entre el anonimato y la incomunicación. Mucho han cambiado los afectos, ya nadie conoce a nadie, los vecinos se encierran en su particular torre de marfil de sesenta metros, y no responden a los buenos días cuando se cruzan en las escaleras, es más, ya ni se saludan. Somos insolidarios aprendiendo el oficio de la ingratitud, que poco a poco nos convierte en ciudadanos huraños.

No se concibe que el conserje y el presidente de la comunidad de vecinos no se interesaran por aquella mujer que dejó hace siete años de recoger el correo. Compartimos una suerte de selva urbana llena de prisas y de agobios, desconocemos cómo se llama la viuda del tercero derecha o quién es esa joven pareja que se mudó al cuarto cuando quedó vacío. Pasamos de ser vecinos para convertirnos en propietarios e instalamos dos cerraduras o cambiamos la puerta por una blindada para encerrarnos en nuestro pequeño, mínimo, mundo. La casa es todo un universo privado, para vivir y para morir, como le sucedió a Rosario.

Si hubiera pedido auxilio antes de caer muerta en el corto pasillo de su apartamento, nadie la habría escuchado, o sí, pero no la hubieran socorrido. Todo es muy extraño en esta muerte, su exmarido no preguntó por ella, sus familiares son una ausencia clamorosa.

Es un nombre y dos siglas, O. V., como apellido en un par de páginas en la sección de sucesos de este diario. Rosario no tiene quién la llore, y como nadie ha reclamado su cuerpo, ha sido el Concello de Culleredo el que se ha hecho cargo del entierro. Han aparecido primos carnales que no se habían preocupado por ese cainismo tan gallego de que «no se llevaban».

Sucesos como este hacen que nos cuestionemos el oficio de vivir, la condición humana que nos condena a la soledad más espantosa, aunque mantengamos abierta la cuenta de Facebook que nadie consulta.

Rosario O. V., divorciada de 56 años, vecina de un piso arrendado en Culleredo en una casa de vecinos. Descanse en paz.