El disidente entre los disidentes

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado EL MUNDO ENTRE LÍNEAS

OPINIÓN

14 jul 2017 . Actualizado a las 07:51 h.

Cuando las tropas del ejército estaban a punto de entrar en la plaza Tiananmen, durante los trágicos sucesos de 1989, Liu Xiaobo, el disidente chino que acaba de morir de enfermedad mientras cumplía una sentencia por un delito de opinión, era uno de los líderes de las protestas. Algunos radicales animaban entonces a los estudiantes a inmolarse por la democracia. Liu, en cambio, junto con otros tres compañeros más sensatos, aprovechó esas horas desesperadas para convencerles de que se marchasen mientras todavía era posible salvar la vida. Hacerse matar, les dijo, no iba a servir para nada. Le hicieron caso. Gracias a eso se salvaron centenares de vidas, y a Liu y a los otros tres pasó a conocérseles como «los cuatro junzi». El junzi es el ideal de mesura en la filosofía confuciana, el sabio.

No deja de ser irónico, porque precisamente Liu Xiaobo detestaba el confucianismo, la vieja ideología de la China tradicional. Él lo consideraba un precedente del totalitarismo del Partido Comunista chino y, al igual que este, un credo jerárquico, arbitrario y obsoleto. Entre todos los disidentes, era casi el único que afirmaba sin ambages que modernización implicaba, por fuerza, occidentalización, y que, contra lo que habían pretendido los estudiantes de Tiananmen, no había una «vía china a la democracia».

Este era el verdadero radicalismo de Liu. Los estudiantes insistían en que la estatua a la diosa de la Libertad que habían levantado en la plaza no era una versión de la estatua de la Libertad que se alza frente a Nueva York, sino que estaba inspirada en las tradiciones chinas. Pero Liu Xiaobo les recordaba que la democracia y los derechos humanos eran creaciones occidentales.

Por supuesto, se trataba de ideas controvertidas, no solo para el régimen sino también para sectores amplios de la oposición, empapados de nacionalismo. También se recibían con incomodidad en Occidente, donde los intelectuales adoptan con facilidad un relativismo cultural que a veces llega al absurdo. Solo con su calvario creciente de prohibiciones y cárcel, Liu se fue ganando el respeto de los reticentes, y no de todos. Todavía estos días, en su agonía, algunos líderes intransigentes en el exilio recordaban con ira una frase que Liu pronunció hace muchos años y que le ha perseguido toda la vida: que, para modernizarse, a China le hubiesen venido bien trescientos años de colonialismo. Naturalmente, no lo había dicho en serio. Era una boutade, una provocación, el deseo de romper el tabú del orgullo nacional, que Liu creía que sigue frenando el despertar de la democracia en China.

Pero él mismo habrá visto, quizás, una alegoría de todo eso en el cruel enredo burocrático de sus últimos días. Si las autoridades no fueron capaces de dejarle salir del país para ser tratado en Europa no ha sido por el temor a que se exiliase sino porque no querían que nadie pensase que la medicina china es inferior a la occidental. Incluso a los especialistas extranjeros que fueron a reconocer al Premio Nobel se les obligó a declarar públicamente que en Occidente no había medios superiores a los de los hospitales chinos y que el paciente había recibido un tratamiento inmejorable. Que el paciente en cuestión hubiese sido privado de sus derechos, encarcelado por sus ideas, y fuese a morir preso, por lo visto, les parecía un asunto menor.