Pañuelos blancos para los peces chicos

Mario Vargas Llosa

OPINIÓN

31 jul 2017 . Actualizado a las 19:45 h.

Hay partidos buenos, regulares, malos y pésimos, y partidos como el de Polonia-Perú que escapan a la clasificación y parecen un cadáver exquisito, ese juego surrealista que consistía en asociar palabras con ayuda de la casualidad, lo que daba a veces delirantes absurdos y, a veces, imágenes de turbadora belleza.

Sin desmerecer en lo más mínimo el justísimo triunfo de los polacos, desde el comienzo del partido tuvimos la sensación de que el equipo peruano había salido resuelto a demostrar que no era capaz de acertar un pase, ni de ganarle la carrera a un adversario, ni de frenar un avance enemigo, ni de disparar con puntería, y sí, en cambio, muy capaz de encajar una retahíla de goles. Consiguió su objetivo, pero con grandes dificultades, porque en los primeros cincuenta minutos de juego -es decir, hasta el primer gol polaco-, compadecidos de los millares de peruanos que en las tribunas del Estadio Riazor de La Coruña sudaban hiel, santo Toribio de Mogrovejo, santa Rosa de Lima y la beatita de Humay mantuvieron cerrado el arco que defendía (¿defendía?), con más gritos estentóreos que con actos, el portero Quiroga.

A partir del minuto cincuenta, cuando, con una cortesía exquisita pero exagerada, el zaguero Velásquez cedió el balón en la orilla de la zona de peligro a la delantera polaca, y, como para no desairar tan simpático gesto, Smolarek se resignó a marcar el primer gol de su cuadro, la estrategia peruana empezó por fin a dar frutos. De no jugar nada que pudiera llamarse fútbol, mis compatriotas pasaron a hacer una conmovedora exhibición de masoquismo colectivo; se les torcían los tobillos, pateaban al aire, se obstruían uno al otro y, en vez de perseguir la pelota, parecían evitarla.

Dos minutos después del primer gol, el veterano Lato batió por segunda vez el arco peruano, totalmente desguarnecido para la ocasión, pues Quiroga andaba extraviado, fuera del área chica. ¿Qué hacía tan lejos de su puesto? Según alguien, los tres palos y la red le dan claustrofobia y eso lo lleva siempre a adelantarse, a veces hasta la media cancha; según otro, en esta circunstancia precisa, trataba de eludir el posible chaparrón de una nube negra que se había agazapado sobre su valla.

La seguidilla de goles no acaba de dar una idea de lo que ocurrió en la cancha, porque los cinco goles pudieron ser seis, ocho. ¿Eran estos los mismos jugadores que hace apenas unas semanas derrotaron a Francia, a un combinado italiano en Milán, que empataron con Argelia en Argel? ¿Los mismos que ganaron su clasificación al Mundial derrotando a Colombia y al Uruguay? Lo eran, pero parecían unas caricaturas de ellos mismos.

La paradoja de la tarde fue, sin duda, que correspondiera marcar el gol de honor del equipo peruano al peor de los jugadores de la cancha. La Rosa, quien, antes y después de ese tanto, dio en todo momento la impresión de una dama en estado interesante, empeñada en evitar los encontrones, cargas, saltos, carreras, y sobre todo la cercanía de la pelota, a fin de no poner en peligro el fruto de sus entrañas. Con la excepción de Olaechea, que jugó con empeño hasta el final, sin dejarse desmoralizar por la superioridad de los polacos o la mala actuación de sus compañeros, el resto del cuadro dio, ante un público que lo había alentado sin tregua, un espectáculo lastimoso. No siempre se puede ganar y no hay nada deshonroso en salir de la cancha con un resultado adverso, como lo demostraron, ese mismo día, los escoceses, que perdieron la clasificación ante los rusos, pero peleando como tigres hasta el último segundo y brindando un magnífico partido. Lo que nos apenó, en el equipo peruano, no fue lo mal que jugaron sus jugadores, sino su desintegración moral después del primer revés.

Nadie podrá decir del partido Italia-Camerún que se vio buen fútbol, ni nada por el estilo, pero, al menos, el cuadro africano no se quebró ante una escuadra superior. Resistió sus acometidas con mucha dignidad y aplicó con disciplina la táctica fijada por su entrenador, que consistía en impedir la goleada por sobre todas las cosas, en conservar la virginidad de la valla de N’Kono. Fue preciso el gol de Graziani para que los africanos abandonaran el sistema defensivo que los mantenía a todos, con excepción de Milla, replegados en su campo, y atacaran. Así se produjo el gol de M’Bida que levantó por unos minutos el interés del aburridísimo partido. Como era de prever, el «match» fue un festival del guardameta camerunense, a quien, en realidad, no lo venció la delantera italiana sino un resbalón. Camerún fue eliminado sin haber perdido un partido y con todos los honores.

También fueron eliminados los simpáticos neozelandeses, a quienes cupo el atroz destino de enfrentarse, en su último partido, con la aplanadora brasileña. La previsible masacre fue, después de todo, moderada. Los neozelandeses se defendieron más bien que mal y hasta se acercaron en algún momento, con más entusiasmo que destreza, a la zona neurálgica adversaria. Los cuatro goles fueron un ejercicio de calentamiento para los brasileños, quienes, sin esforzarse, mostraron una vez más la maravillosa mezcla de exactitud y picardía, de gracia y pericia, de ritmo y alarde que hacen del fútbol del Brasil algo que tiene tanto de danza y de artes plásticas como de deporte.

Los neozelandeses declararon, al llegar a España, que venían a aprender algo de fútbol, a hacer turismo y a divertirse. Han sido los único jugadores que no estuvieron concentrados ni sometidos a dietas y que en las noches, entre partido y partido, bailaron y se emborracharon en las discotecas. ¿Habrán aprendido también algo de fútbol? Por lo menos, tuvieron unos inigualables maestros. Por lo demás, el personaje más alegre de ese partido parece haber sido una cometa sandunguera, que, guiada por un maestro invisible desde las tribunas, revoloteó sobre la cancha al compás de las sambas cariocas y los jaleos sevillanos del público. Una pena que la televisión nos contara las proezas de la cometa y no nos las mostrara, pues, dicen, el artefacto de papel ofrecía un espectáculo de euritmia comparable al gol de «chalaca» de Zico o a los pases de taquito de Serginho.

Y, ahora sí, las eliminatorias se han casi terminado. Comenzaron con batacazos y terminan en la normalidad, es decir, con los peces grandes comiéndose a los chicos y con los peces chicos haciendo sus maletas para volver a casa. Confiemos en que la siguiente rueda, en la que los peces grandes tendrán que comerse entre ellos, nos ofrezca comilonas más opíparas que las que nos ha servido el Mundial hasta la fecha.