El derecho a la pereza

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

YOAV LEMMER

24 jun 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando Carlos Marx revisaba el texto definitivo de El Capital y sembraba mensajes revolucionarios en el corazón de las sociedades industriales de entonces, su yerno, Paul Lafargue, que pese a su nombre había nacido en Santiago de Cuba, editaba la que ha sido su obra más difundida: El derecho a la pereza.

Corría el año 1880. Años más tarde, el médico franco-cubano, se suicidaría con su mujer, Laura, segunda hija de Marx. Sus tumbas son muy visitadas en el cementerio parisino de Pere Lachaise.

Defender el derecho a la pereza, contemplado desde una óptica filosófica y con una lectura intelectual de su significado, tiene en el Elogio de la pereza, editado en 1932 y escrito por Bertrand Russell, la continuidad de un movimiento que propaga el derecho a la ociosidad, a disponer de manera inteligente del tiempo libre, discurso que articuló, profundizándolo, el cura y filósofo belga J. Leclercq en 1936.

En el año 2006, Ediciones del bronce editó la versión en español de la obra de Tom Hodgkinson Elogio de la pereza. El manifiesto definitivo contra la enfermedad del trabajo. De texto complejo y alambicado, el autor británico apuesta de manera profética por usos reivindicativos que están implantándose en las modernas sociedades poscovid. La renuncia a determinadas ataduras laborales, a no disponer de tiempo libre, a la dependencia obsesiva del trabajo que impide disfrutar de aficiones, las ataduras esclavistas al mundo del dinero, la incapacidad de conciliación familiar, y el alejamiento de la cultura tienen en lo que se ha dado en llamar «la gran renuncia» las claves definitivas.

Con el solsticio de verano se inaugura la estación estival del ocio, el período de las vacaciones, el dolce far niente más apasionado, el genuino «tempo de vagar», que una vez más nos invita a la reflexión de un modelo, de un modo de vida, que quizá nada tiene que ver con el que elegimos.

Con la luna de junio por testigo, y en una de esas noches amables y cálidas, de verano creciente, sentado en una terraza de la plaza mayor de una ciudad de la costa del norte, aguardando la brisa, y mientras saboreamos un gin-tonic alcohólicamente cómplice, reseteamos los códigos básicos del porvenir inmediato, y apostamos de manera decidida por el elogio de la pereza como antídoto contra el mal del siglo que nos impide, cuando menos, ser moderadamente felices.