Tenía en bachillerato un compañero de clase que disfrutaba con las películas de terror, pero no porque le dieran miedo, sino porque le daban risa. Le parecían estúpidas y llenas de errores de guion y efectos especiales ridículos o cutres. Nunca le acompañé a verlas. Quizá se refería solo a esas producciones de bajo presupuesto. Detesto las historias de terror y procuro esquivarlas, pero ayer me detuve largamente en una: la memoria anual que presentó el jueves la Fiscalía. Y no me refiero, que podría, a los aspectos formales: redacción y gráficos muy, muy, muy mejorables, o un formato online sin buscador y con una navegación artrítica. Hablo de lo que sus datos muestran. No retratan ni radiografían nuestra sociedad actual, pero abocetan un futuro feo, si no cambiamos las tendencias que nos configuran como un pueblo algo más cruel cada día.
Esa impiedad comienza siempre por los más débiles. Encabezan los delitos de violencia doméstica los perpetrados por los padres contra los hijos, seguidos por los de los hijos contra los padres, las exparejas de hecho, las parejas de hecho, los cónyuges y los excónyuges (dan números de los cuatro primeros casos, pero hay que deducir los de cónyuges y excónyuges por su porción en el gráfico). También crece la criminalidad contra los vulnerables y desvalidos de cualquier condición, no solo por motivos de edad, empezando por los discapacitados y los inmigrantes.
Puede resultar lógico que se hayan duplicado en los últimos cinco años, como recogía ayer el periódico, los homicidios y ataques sexuales graves perpetrados por menores. La Fiscalía señala carencias educativas que culminan en la banalización de la vida propia y ajena. Nos acusa.