Las máscaras de Neruda

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

17 sep 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

A veces es difícil de distinguir el insomnio de su reverso, el sueño. Creía yo que no podía dormir, pero a lo mejor es que estaba soñando que no podía dormir, como en un cuento al estilo de Cortázar. En cualquier caso, me fui a la sala de estar a escuchar música. Entonces me encontré con el fantasma de Pablo Neruda. Le reconocí porque salía igual que en las fotos de las solapas de los libros, que es como quedan para siempre las caras de los escritores en el otro mundo. Y también porque llevaba prendida en el traje la Medalla Stalin, bruñida, reluciente como una avispa en verano.

Sueño o vigilia, esto de que yo me cruce con el espectro de Neruda no es tan extraño, porque se da la circunstancia de que desde hace años vivo en el mismo edificio donde él tuvo un piso en Madrid, en el tiempo que pasó en España como diplomático. Esta era la casa en la que «estallaban geranios» en los balcones, según su famoso poema. Luego, cuando estalló la Guerra Civil, la casa quedó justamente en la línea de frente y recibió en la fachada un obús directo que, robándole la artillería el verso, estalló, en efecto, con la luz naranja de un geranio.

El Neruda del sueño recorría la casa, absorto, como ido, buscando algo. Me daba la impresión de que no me había visto siquiera, pero, se dirigió a mí sin mirarme. «¡Mis máscaras!, ¡Mis máscaras! ¡Ayúdeme a encontrarlas! —me decía, autoritario—, tienen que estar por aquí». Sabía a qué se refería. En el otoño del 36, durante la ofensiva de Madrid, esta casa fue evacuada y Neruda tuvo que marcharse precipitadamente, dejando atrás casi todas sus cosas. Cuando volvió un año más tarde para recuperarlas se encontró con que los saqueadores se habían llevado su colección de máscaras. Esas máscaras indonesias, balinesas, malayas, las había ido acumulando en sus tiempos de diplomático en el Sureste asiático. «¡Mis máscaras! ¡Las dejé por aquí!», seguía diciendo.

Neruda era un coleccionista obsesivo. De hecho, a veces creo que toda su vida y su obra podría entenderse como una compulsión de coleccionista. Reunió caracolas, sombreros, escarabajos, timones de lanchas, barcos en botellas, mascarones de proa… También amantes y versos. Su última residencia en la tierra, en Isla Negra, era un abarrotado museo de sus manías, igual que su poesía, magnífica. Pero debió de notar siempre como un vacío existencial la falta de aquellas máscaras de colección perdidas. Neruda, el coleccionista, también acumuló personajes a lo largo de su vida, y esas máscaras, pensadas para celebrar los ciclos del cultivo del arroz y entretener a los campesinos con historias, representan cada una un personaje: el príncipe indolente, el funcionario egoísta, el héroe solidario del pueblo, el viejo sarcástico, el amante, el sabio… Quién sabe si esa colección no sería para él, secretamente, una autobiografía aún más precisa que Confieso que he vivido. Seguramente una biografía más difícil de juzgar, como lo son todas las vidas cuando se cuentan enteras.

Me hubiese gustado decirle a Neruda que de adolescente había memorizado un par de poemas suyos para impresionar a una chica que me gustaba y a la que gustaba Neruda (lo que ya es en sí casi un verso nerudiano). También que admiraba su obra, ahora que su vida ha caído en desgracia, como tantas otras de personajes que han caído bajo la piqueta iconoclasta. Pero el fantasma de Neruda continuaba absorto en su búsqueda imaginaria, con el ensimismamiento de un sonámbulo. Un sonámbulo atrapado en el interior de un sueño.