Ucrania, año III: Europa debe invertir más en diplomacia

Vicente Palacio DIRECTOR DE POLÍTICA EXTERIOR DE LA FUNDACIÓN ALTERNATIVAS

OPINIÓN

MABEL RODRÍGUEZ

25 feb 2024 . Actualizado a las 13:28 h.

Entramos en el año III de la guerra de Ucrania en una incertidumbre casi total. La unidad europea se ha materializado con una rapidez y una solidaridad históricas. Se pusieron en marcha las sanciones más amplias nunca vistas (trece rondas); se entregaron armas a Kiev con el Fondo Europeo para la Paz (unos 5.000 millones de euros); se activó la Directiva de Protección Temporal para atender a los millones de refugiados ucranianos (1,2 millones en Alemania, 1 millón en Polonia); hubo compras conjuntas de petróleo y gas, y más ahorro energético, para evitar el colapso. También hemos gastado mucho en ayuda. Según el Instituto de Kiel (Alemania), a octubre del 2023 habíamos comprometido para Ucrania más de 84.000 millones en ayuda económica y 41.000 millones en defensa (en franjas parecidas a EE.UU.: 71.400 y 44.000 millones, respectivamente).

Sin embargo, no se puede ocultar la magnitud del desastre. Ucrania sufre una sangría demográfica de 6,4 millones de refugiados en el exterior, 3,7 millones desplazados internos; hay medio millón de víctimas en ambos bandos (entre heridos y muertos); una economía gripada (100 % deuda, gasto del 22 % del PIB en defensa); y una corrupción enquistada y fragilidad de partidos y sindicatos (puesto 91 en el Índice de Democracias de The Economist, 2024).

Europa también ha pagado un precio. Las economías resistieron y la inflación se redujo, pero el crecimiento ha quedado tocado. Alemania cayó en recesión, y la subida de precios de carburantes y alimentos han puesto en riesgo la transición verde y ha activado la ira de agricultores europeos. Estamos comprando un 40 % más de gas licuado a Rusia, y a EE.UU. le compramos más caro. En cuanto a la geopolítica y una solución para Ucrania, seguimos muy lejos del llamado Sur Global: China, India o Brasil tienen una relación muy diferente con Moscú o Pekín en comercio, desarrollo o seguridad. Y no van a cambiar por muchas invocaciones a la «democracia» que hagamos.

El 2024 es año electoral en Europa (Parlamento Europeo, 6-9 junio) y en EE.UU. (5 de noviembre), y los resultados impactarán en la guerra. En Europa, una coalición de centro-derecha y ultraderecha podría frenar apoyo económico y militar a Kiev, ralentizando el proceso de incorporación de Ucrania a la Unión. Orbán cedió y se aprobaron 50.000 millones de ayuda. Pero ahora las necesarias reformas de las instituciones (los tratados), de la Política Agrícola Común o de los fondos de cohesión podrían descarrilar. Respecto a EE.UU., un retorno de Trump frenaría el apoyo económico, humanitario y militar de la OTAN. Hay 55.000 millones en el limbo. En ese escenario, Europa se quedaría sola para manejar un conflicto que, claramente, le sobrepasa en sus recursos. Y las encuestas revelan fatiga: el 10 % de los europeos cree que Ucrania no ganará la guerra; en Alemania, al igual que en EE.UU., predomina el rechazo a proseguir los esfuerzos.

Occidente ha tratado de doblegar a Moscú de tres maneras: masivas sanciones económicas, la ayuda militar o los intentos de cambio de régimen (personificados en Navalni). Pero ninguna de ellas ha funcionado lo suficiente. Para colmo, la guerra de Gaza está desviando recursos materiales y atención. ¿Hemos de sucumbir al derrotismo? Por supuesto que no. Moral y políticamente, Europa no se lo puede permitir. Debe «plantar cara» a Putin. Y es cierto que, sobre el terreno, más adelante, podría darse un giro si llegan más municiones, drones, misiles, o aviación.

Ahora bien, es absolutamente necesario re-calibrar nuestra estrategia a medio y largo plazo, y hacerse preguntas incómodas; por ejemplo, los costes de una nueva Guerra Fría o el sentido de una derrota de Rusia. La presidenta Von der Leyen y el Alto Representante Josep Borrell afirman con razón que es preciso continuar con la ayuda a Ucrania para poder plantearse un escenario equilibrado de negociaciones —un tabú para los halcones bálticos y del Este (de hecho, hace un año, bajo mediación turca, se pudo haber negociado en equilibrio; al final los habituales spoilers lo boicotearon)—.

Pero sería bueno no confundir seguridad con militarismo (la rueda de acción-reacción). Para salir de este embrollo, Europa tendría que invertir mucho más en diplomacia y no solo en defensa. Eso no es buenismo ni un «adiós a las armas». Por la escala de sus implicaciones, esta guerra ya no es solo europea, sino global; por ello mismo requiere una solución global. El necesario apoyo a Kiev debe ir unido al refuerzo de nuestras capacidades militares y nuestra autonomía estratégica. Pero debemos acompañarlo con un gran despliegue diplomático en múltiples direcciones, de China, Turquía, Sudáfrica o Brasil al Golfo, para presionar a Moscú y buscar conjuntamente una salida justa y sostenible. La alternativa es otra guerra de los Treinta Años: el estancamiento, el adiós a una gobernanza mundial y a la idea de Europa.