Los botones que manejan el mundo

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE

29 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Hasta aquel año en que pusiste patas arriba mi mundo, la vida se manejaba con dos botones. El botón A servía para los puñetazos y el B para las patadas, para acelerar y frenar o para disparar y saltar, todo dependía del clan que decidieras escoger. Yo fui infiel a todos y cada uno de los que elegí vivir. Ese gen mío de la falta de lealtad. Cansado de jugar solo, y a cámara lenta, en un pc 486 que ni la picardía de aquel juego verde llamado Larry era capaz de llenar mi asiento para dos, desvirgué la hucha de los cumpleaños, esa de la que mi hermano mayor robaba a los pocos pequeñas cantidades sin importancia, y me dirigí al Poppis, una sala de recreativos en las galerías Centrales. Estaba gobernada por un videojuego de tenis donde cada participante tenía su propia pantalla y los pequeños jugadores digitales ya habían desarrollado extremidades realistas. La dominé en poco tiempo y mis adversarios caían en un fracaso casi inmoral sin apenas esforzarme. El orgullo y la chulería del niño que gana al mayor decidió entonces subir un peldaño. Entré en el Texas, una sala situada en la calle Bedoya, sala donde se fumaba, donde la zona del billar y la del ping pong se respetaban lo mínimo para no molestarse mirándose de soslayo con precaución, por si una de las dos golpeaba primero. La ventaja de golpear primero.

Allí me hice experto en Street Fighter. Todo consistía en lo simple de conocer cada truco de cada personaje. Así, según a quién escogieras, podrías llegar al final del juego de una manera cómoda y fanfarrona. El niño fanfarrón y vencedor, pero fanfarrón al fin y al cabo. El que se te ponía justo al lado y repetía «¿te la paso yo?» después de todas y cada una de tus tentativas incapaces, ante el cual decidías rendirte inútil y esquivar el absurdo.

Salí de Bedoya más viejo y vanidoso, más alto incluso, bajé la calle hasta otra llamada Concejo donde se encontraba el Seara, la sala recreativa que presidían los macarras. Me echaron al segundo día, cuando batí todos sus récords del juego de Carlos Sainz. Cuando batí su dignidad e hice tambalear su mentira de poder de barrio. Demasiado niño para un escarmiento físico, demasiado mayor para ignorar.

Volví a pasar una temporada en casa donde el joystick del jugador 2 seguía intacto en su caja original.

Cuando regresé a una sala fue en las galerías Viacambre. Un niño arrogante como el que yo había sido me dejaba en evidencia delante de un nuevísimo Mortal Kombat, el último juego definitivo, el que te juzgaba con el dedo, el que te daba esa molesta palmadita del «lo has intentado, ya pasará» y te acompañaba a la salida.

Decía mi amigo Manuel que uno de los días más duros para un padre llega con la primera derrota en ese videojuego de fútbol contra su hijo. A mí me llegó contra una versión ajena, más joven y mejorada de mí.

Ahora ya nadie va a las recreativas, pero sigue habiendo dos botones que manejan el mundo: el verde, ese de tomar decisiones, y el rojo, ese de ignorar.