Hay infancias de color azul y naranja. La mía lo fue. Y el encargado de que eligiera esos colores para pintarla se llama Carlos. Ahora que los niños de la ciudad casi no tienen pueblo al que ir y que el gallego se les escapa entre los dedos, las gallinas deberían ser azules. Ahora que a los niños les compramos libros de Os Bolechas para que, ya que no hablan gallego con nosotros lo hagan al menos con Braulio y con Sonia, las naranjas deberían seguir siendo naranjas aunque las dé un limonero.
Ojalá los niños no estén conociendo a Carlos Casares (el Carlos del azul y el naranja) estos días en el cole porque su nombre está escrito en una hoja de calendario. Ojalá en su estantería estén esos libros que estuvieron en la mía. A galiña azul y As laranxas máis laranxas de todas las naranxas fueron los primeros volúmenes de mi biblioteca fraterna. Y resistieron cuatro asaltos. Y hasta llegaron a la siguiente generación, aunque con el cartón de la portada amarilleado y con garabatos hechos con boli que ahora dan rabia.
No fueron los únicos libros de Carlos Casares que sirvieron de cordón umbilical entre mis hermanos y yo. También lo fue Ilustrísima. En mi casa tenemos algunos misterios domésticos sin resolver y uno de ellos tiene que ver con la presencia de tres volúmenes de Ilustrísima en nuestras repisas. Cuando tienes dos hermanos por delante vas heredando los libros de lectura que piden en el cole y tus padres nunca accederán, con razón, a que compres uno nuevo por mucho que tú supliques porque la lista de la profesora indica que hay que llevar a clase la última edición de determinada editorial. No consistieron con El Quijote ni con La Colmena ni con El Camino. Antes que Cervantes, Cela o Delibes está la organización familiar y el sentido común. Pero en mi casa llegó un momento en el que había tres Ilustrísima en la repisa. Y nadie sabe por qué. A lo mejor simplemente éramos unos visionarios y queríamos estar preparados para el próximo 17 de mayo.