Prometí no volver a la Festa do Boi

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

ALLARIZ

Santi M. Amil

24 jun 2017 . Actualizado a las 14:12 h.

Cuando uno vive entre secretos y mentiras es ya muy difícil que lo salven. Suele pasar a menudo durante ese período entre los 15 y los 20 años, esa época nefasta en que nadie entiende que no eres niño, pero tampoco adulto. Ni siquiera tú mismo. Aquel fin de semana de junio a mí ya me había crecido el vello púbico lo suficiente para confiar en mi hombría si por casualidad durmiese en cama ajena, pero en casa de mi abuela -donde me quedaría esos días- yo seguía siendo el ingenuo «chiquirriquichí». Ese idioma propio nuestro. Eran las fiestas del boi, una excusa tradicional que sirve para reunirse y beber con los amigos en un pueblo donde sueltan al pobre animal como en un San Fermín venido a menos. La primera mentira fue decirle a mi abuela que pasaría la noche en casa de Juan, ese amigo que todos tenemos cerca, el que te da el primer cubata pero que ante los ojos de tus padres parece el compañero perfecto. El ejemplar, el educado Nos recogió Rubén con el coche de su padre en la esquina de Esteo, donde solía quedar contigo. Eran las diez de la mañana del sábado, lo recuerdo porque al entrar en el primer bar de Allariz una voz al fondo de la barra admiraba que fuésemos capaces de beber temprano. Sin juicios morales. Como debería ser siempre. Intentamos calmar el tortazo que los 39 grados te daban al salir al exterior con más de diez litros de cerveza -pero menos de cien- y decidimos que el único plan a seguir sería no comer entre bebidas. Encender cada nuevo canuto con la última calada del anterior. Pero no éramos ningún futbolista de élite capaz de golpear el balón durante mucho tiempo sin dejarlo caer. No había entrenamiento previo y al final cayó. No recuerdo qué pasó entre las 13.00 del sábado y las 12.00 del domingo. Juan y Rubén dejaron lo que quedaba de mí en el portal de mis abuelos. Pálido y con escalofríos me senté a -intentar- comer con ellos entre arcadas, mocos y ese bamboleo del que es imposible salir. Juré mil y una veces no haber bebido, no haber salido de casa de Juan el día anterior ante mi abuela. La segunda mentira. Mi abuelo me defendía sin concesión ante su mujer. Pero lo malo de actuar como abogado del diablo es eso, que tu cliente es el diablo. El telediario hizo de juez. Justo en ese momento un especial sobre la fiesta del boi hablaba de unos jóvenes ébrios que habían dado un espectáculo vergonzoso. Y allí, en la imagen de la pequeña televisión de la cocina, aparecía Juan agarrando el rabo del animal mientras Rubén y yo le dábamos cachetadas sin soltar, eso sí, un vaso de cerveza de litro y medio. Ahora entendía las agujetas del brazo izquierdo. Descubierto el secreto, condenada la mentira. Me pasé el resto del verano mirando por la ventana de una academia y prometí no volver al boi. Esa promesa sí la he cumplido.