Tipos de familia

Isaac Pedrouzo ESTO NO ES OREGÓN

OURENSE CIUDAD

22 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Durante mucho tiempo, más del necesario, solo existieron dos tipos de familias en Ourense: las que soportaban el verano en las piscinas de Oira, y las que lo hacían en las de Monterrey.

Oira se dividía en dos partes, la de arriba y la de abajo. Arriba, un módico precio funcionaba como falso filtro asegurador de un mínimo en higiene, tranquilidad y un servicio propio de enfermería que incluía agua oxigenada en el botiquín. Si pica, cura.

Podías llegar paseando, aunque mi madre -soltera en aquella época y predicadora de lo prescindible del carné de conducir- siempre me llevaba en autobús. Me curaba el mareo del viaje entre exhibiciones de saltos mortales inofensivos en la zona de niños donde el peligro medía apenas un metro de profundidad, y me secaba al sol mientras la megafonía escupía jingles de Óptica Varela y Decomisos Arenal.

En el bar interior te daban una milanesa con patatas a un precio razonable que luego reposarías de nuevo al sol durante esa hora inventada de la digestión.

Abajo la estancia era gratis, la higiene un poco peor, el barullo casi contaminación acústica y los pequeños rateros vigilaban tus despistes para volver a casa con tus zapatillas, tu reloj y tu confianza gratuita en el ser humano.

Monterrey, con su nombre de castillo medieval, era otra cosa. Un viaje de 15 minutos terminaba con un giro final a la izquierda donde la cima de la interminable escalera de un tobogán azul celeste y vertiginoso, te daba la bienvenida a lo lejos, saludando por encima de árboles, vestuarios y viejas canchas de tenis desesperadas por su retiro final. Las mismas donde tú pediste la jubilación de lo nuestro.

Dentro, el tobogán gigante solo era un tobogán donde cada curva de bajada estaba anunciada por un tornillo que avisaba desde tu espalda hasta tu trasero. El bar interior solo era apto para bien acomodados. Y un montón de normas en carteles iban desgastando en cada esquina juegos infantiles. Normas que me enseñaron a mirar a las chicas mayores en bikini desde mi toalla y su extraño efecto hipnótico.

Se modernizaron instalando un piscina de olas. Una piscina disfrazada de mar.

Creí que eso lo arreglaría todo. Los problemas de no hacer pie, o hacer demasiado, romper el pecho contra cada ola o ser envuelto por una y aparecer en la orilla desorientado y satisfecho. Pero de niño uno cree demasiado.

Las colas infinitas exasperaban y, como si de una orquesta en la fiesta del pueblo se tratase, un altavoz anunciaba los horarios de los pases de la actuación.

Al tercer día pude entrar en aquel mar de mentira. Las olas apenas rompían, mucho menos te envolvían y ni siquiera robaban sin querer alguna parte de arriba de algún bikini. Un señor vestido de rojo impedía todo amago de salto y su silbato te chillaba si ya solo podías estar de puntillas. Fin.

Mi familia probó a ser ambos tipos de familia. Ahora se han hecho su propia piscina.