El convento con calor de hogar pese a ser gigante para solo cinco frailes

María Hermida
MARÍA HERMIDA PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

No es un espacio religioso al uso; que haya un comedor social en el bajo le confiere un ambiente muy especial

27 may 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El de San Francisco es un convento, sí. Pero no es un convento cualquiera. Para empezar, al menos por las mañanas, pasear por él no implica hacerlo por un edificio lleno de silencios. Todo al contrario, hay actividad por buena parte de sus muchísimos metros cuadrados. Tener un comedor social en su parte de abajo, un espacio que lleva abierto 28 años, seguramente, sea lo que marque la diferencia con otros edificios religiosos similares.

En San Francisco hay que empezar contando desde que uno llama a un timbre que suena casi como una enorme sirena. Debe oírse en toda la residencia conventual. Uno pregunta por el franciscano que está al mando, el guardián, es decir, el padre Gonzalo, y enseguida aparece él. Da igual que no se haya pedido cita. Él recibe igual con espléndida sonrisa e infinita paciencia. Está ayudando a preparar bocadillos. Es uno más de la veintena de voluntarios que colaboran para dar de comer todos los días a más de cien personas sin recursos. El padre enseña primero el comedor y la despensa en la que hay alimentos «que si Dios quiere deberían durarnos todo el año». Luego invita a pasar a la residencia conventual.

Es un paseo agradable, en el que sorprende el calor de hogar que desprende el recinto de piedra. A las plantas superiores, además de por una escalinata en piedra, se accede por un diminuto ascensor. «Es muy pequeño, pero al menos lo tenemos, que ya es bastante. Hay que tener en cuenta que somos todos mayores», cuenta el padre. Efectivamente, los cinco frailes que viven en el convento pasan todos de los sesenta años. El mayor tiene más de noventa. «Aquí, hace dos siglos hubo más de doscientos frailes, pero ahora fallan las vocaciones», se lamenta el guardián de la congregación mientras el ascensor para en el primer piso.

El padre Gonzalo enseña una sala de lecturas modesta y un comedor funcional donde la mesa ya está puesta. En la cocina, Sara, la encargada de los pucheros y la limpieza, cuenta que está preparando pescado y tortilla. En los pasillos, se suceden las imágenes religiosas. «Hasta tenemos a San Isidro Labrador, mira qué bonito es», dice el padre. Hay también una pequeña biblioteca pero, sin duda, lo más espectacular es el claustro. Ahí sí reina el silencio. Hay sofás, alguna butaca... el lugar invita a sentarse y relajar la vista mirando hacia los naranjos del patio. Se da la casualidad de que, aunque parte del convento son las antiguas dependencias de Hacienda, ahora cerradas, todo el claustro principal pertenece a los frailes.

En la segunda planta, los cuartos. El padre Gonzalo abre la suya. «Es una habitación de fraile, muy normal», dice. Hace las veces de despacho y de dormitorio. No falta un ordenador ni una tele. Ni el escudo del Celta.