Al paraíso playero de las Rías Baixas por 1,55 euros viajando como sardinas y con pangolines a bordo

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

MARÍN

Ir en bus, en el conocido como trole, desde Pontevedra a las playas de Marín en hora punta implica viajar 25 minutos y luego una caminata. Pero la aventura está garantizada

28 jun 2023 . Actualizado a las 14:10 h.

Pontevedra lleva unos cuantos días de este junio que parece julio metida en una sartén. Por la mañana, con el fuego a medio gas, el calor se va llevando. Pero al mediodía, cuando parece que alguien se encarga de abrir la espita a tope, la canícula se vuelve infernal. Así que ir a la playa para chapuzarse y secar el sudor de la frente es casi un ejercicio de supervivencia en el corazón de las Rías Baixas. Cientos de coches serpentean ya la costa. Pero hay también decenas de ciudadanos que, por gusto o por necesidad, se agarran al transporte público para desembarcar en los arenales. Vayamos con ellos. La prueba del algodón se hace en hora punta, a las 14.10 horas, en el autocar que sale de la céntrica plaza de Galicia hacia Marín, uno de los paraísos playeros a tiro de piedra de la ciudad del Lérez. Se podría coger el bus más específico para ir a los arenales de Portocelo, Mogor y Aguete. Pero para qué tirar de lo fácil. Subámonos en el autocar con más frecuencias, en el popularmente conocido como el trole, que une Marín y Pontevedra con una frecuencia de veinte minutos. 

Sobre las 14.00 horas, en la plaza de Galicia de Pontevedra el personal abunda. Hay gente esperando en una especie de fila, están también todos los bancos de la plaza ocupados y hay ciudadanos dispersos, casi todos con la cabeza buceando en sus teléfonos móviles. Todo parece tranquilo. Pero, sobre las 14.07, cuando se acerca el bus que en teoría sale a las 14.10 horas hacia las playas, se descubre que la calma era ficticia. Hay gresca verbal entre varias mujeres de mediana y avanzada edad. Dos de ellas, que han estado guardando la cola de pie, defienden que la única forma de garantizarse un asiento en el autocar (claramente, hay muchos más pasajeros que asientos) es permanecer estático en la fila y casi sin pestañear. Pero otras dos, una de ellas con bastones de tipo senderismo que le ayudan a caminar, niegan la mayor. Y dicen que se puede guardar fila aunque uno esté sentado en un banco de la plaza. El debate está servido. Pero hay un hombre, una de esas personas de pendientes, pelo largo ya teñido de blanco y camiseta negra de Astarot que parecen haberse quedado atrapadas en un festival de juventud, que va imponiendo su voz y callando a las señoras: «Vamos a ir como en la India, como puñeteras sardinas, solo falta que suban también las vacas al autobús. Esto parece el camino al matadero», brama él.

Las puertas se abren y una conductora tan joven como amable comienza a cobrar. Hay billetes de todos los precios. El básico, el del que solo coge el bus un día y no se preocupó lo más mínimo de adquirir bonos ni tarjetas descuento, es de 1,55 euros. Pero la mayoría del personal paga solo 0,70 (los que tienen la tarjeta de la Xunta) o incluso bastante menos si adquirieron los bonos descuento de Monbus, la concesionaria del servicio.

El autocar se llena hasta los topes a esa hora. Vuelve el debate y aún no se ha puesto en marcha. Una abuela que viaja con sus hijas y dos nietos se niega a levantar a uno de los niños, o sentarlo en su regazo, porque «ha pagado como cualquiera», para facilitar que una señora se siente. Así que deja de pie a su lado a una persona entrada en años haciendo encima bandera de ello a voz alzada. Sus hijas, que viajan también de pie y con otro niño, le recriminan la actitud y la abuela, no sin rechistar, acaba cogiendo a la niña y dejándole hueco en el asiento a la señora en cuestión

Sobre las 14.15 horas, con unos minutitos de retraso con respecto a lo previsto por el tiempo que tarda en acomodarse todo el personal, comienza la aventura. El viejo roquero tenía razón: se viaja como sardinas. Pero a nadie parece demasiado enfadado por ello, salvo a este hombre, que sin importarle que nadie le preste atención sigue diciendo que el viaje es como en la India y que cuando vivió en el País Vasco aquello sí que estaba bien, «que el bus era como Dios manda y te dejaba en la puerta de casa». Al lado del roquero de pelo blanco viaja una joven que no le escucha porque lleva cascos. Luce un tatuaje un tanto premonitorio: «Pequeña gran revolución», se lee en su juvenil brazo. 

El bus avanza. Lento. Pero algo avanza. Cuesta salir de Pontevedra a esa hora en la que la teórica ciudad sin coches parece infestada de ellos. Enfilando la carretera vieja hacia Marín, la cosa ya va mejor. Una parada, dos paradas, tres paradas... hasta siete como mínimo. Aparentemente ajeno al traqueteo del bus viaja, de pie, un hombre con un teléfono en la mano. Se parte de risa. Se ríe de forma descomunal mirando a la pantalla. Tanto, que es imposible no cotillear en su móvil. ¡Ve vídeos de pangolines! Tal cual: lo que le hace soltar una carcajada tras otra son vídeos en mercados de abastos asiáticos donde los vendedores enseñan el género a los clientes y la mercancía son pangolines y muchas otras especies silvestres y, por lo que se ve, también comestibles. 

La risa de este hombre se contagia a algunos rostros de los compañeros de bus. Menos a dos señoras que van en la parte trasera. Su cháchara, variada a más no poder, también atrae al oído ajeno. Empezaron hablando de que lo mejor para la ansiedad es el jengibre. O eso le dijo un osteópata a una de ellas. Analizan cómo, en qué momento y de qué manera tomar el jengibre para que sea más eficaz. Pero se aburren pronto y cambian de tercio. «¿Viste lo que le hicieron a Putin?», pregunta una. «Lástima, le estuvo bien», responde la otra. El viaje todavía les da para comentar que están aburridas de pensar qué hacer de comer todos los días y para proporcionarse recomendaciones mutuas de libros de lectura para la playa. Coinciden en que «María Dueñas escribe de maravilla». Mientras ellas hablan en un tono acorde con un autocar lleno de pasajeros, la abuela que no quería ceder el sitio a la señora, la que al final tuvo que viajar con la niña encima, ya ha informado a todo el bus, a grito pelado, de cómo se llama su nieto y de que no soporta ir con las ventanillas cerradas porque casi no puede respirar. También ha advertido a sus hijas, con el mismo sonsonete, de que o comen algo rápido al llegar a Marín o cuando lleguen a la playa «será hora de la merienda». 

El reloj acaricia las 14.40 horas cuando el autocar por fin arriba ante la Escuela Naval de Marín, la parada más próxima a la playa. El viaje ha durado 25 minutos para recorrer unos nueve kilómetros y aún queda por delante una caminata de otros diez (a paso ligero) hasta desembarcar en el arenal más cercano, Portocelo. Todo, absolutamente todo, ha valido la pena cuando, tras hacer la senda de rigor, aparece la ría de Pontevedra, que en Marín ofrece agua de cristal y arena con grano del tamaño justo y necesario; ni muy grande para resultar molesto a los pies ni demasiado fino como para pegarse de forma irremediable al cuerpo. Ideal. 

Aunque el termómetro anda desbocado y ya no hay colegio, la playa de Portocelo no está ni a la mitad de su capacidad sobre las tres de la tarde, lo que puede que hable bastante bien de la concienciación ciudadana de no ponerse a pleno chorro de sol a esas horas. Hay algún grupo de chavales, bañistas solitarios que comen de táper y los socorristas al fondo del arenal, contra el muro. El paraíso se entiende mejor desde Portocelo, hasta donde a determinada hora van llegando grupitos de chavales de la Escuela Naval de Marín, claramente reconocibles por su uniforme deportivo y porque llevan la bandera de España hasta en los calcetines blancos deportivos. 

Marcharse a media tarde es perderse la llegada del grueso de los bañistas, que sobre las cuatro y media empiezan a contarse al por mayor. Hay dos jóvenes, con acento sudamericano, que llegan en taxi hasta el pie de la playa. Se abrazan al bajarse y dicen: «¡Estamos en la playa de Galicia, esto es maravilloso!». No les falta razón. Tanto júbilo llevan encima que hasta se despiden del taxista con un abrazo.  

Quizás sería bueno esperar al bus de última hora para vivir un viaje tan entretenido a la vuelta como en el de ida. Porque la de media tarde es una travesía descafeinada. Para empezar, no se va como sardinas. Como mucho, solo se quedan sin asiento cinco o seis personas. Y, para seguir, a media tarde, quizás contagiados por la hora de la siesta, los pasajeros van prácticamente callados. Menos mal que está Radio Verbena para evitar el silencio. El autocar arranca de Marín al ritmo de Si yo tuviera una escoba. Pasa un par de paradas mientras suena «al partir, un beso y una flor» y va acercándose a Lourizán mientras los altavoces saltan en el aire con  el Gloria de Umberto Tozzi. Todo ello, por cierto, a ritmo de salsa. O de bachata, quién sabe. 

La llegada al centro de Pontevedra se produce a los 21 minutos de arrancar de Marín, es decir, el bus ha logrado recortar cuatro minutos con respecto al viaje de ida. La última parada es en la plaza de Galicia. En Radio Verbena ponen La chica ye ye. Algunos viajeros la tararean pese a ese ritmo infernal con el que suena. Otros siguen a lo suyo. Quizás no se quieren enterar, ye ye.