El arquitecto que podría hacer temblar a Trump

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA CIUDAD

CAPOTILLO

Demostró en una singular intervención en el Salón do Libro que no hay muros que no se puedan derrumbar

07 abr 2017 . Actualizado a las 13:30 h.

A Román Corbato le pone nervioso escuchar que algo es imposible de hacer, que no se puede ni siquiera intentar. Lo cuenta mientras gesticula mucho, con los brazos y con la cabeza, sentado en la cafetería de la facultad pontevedresa de Bellas Artes. Corbato es arquitecto y artista a partes iguales. No cree en los imposibles. Y sí imagina un mundo mejor. Quizás por eso se sintió tan cómodo con el taller que llevó a cabo en el recientemente clausurado Salón do Libro de Pontevedra, cuyo lema precisamente era O mundo que queremos. En esa cita, Corbato contó con la complicidad de unos 150 niños para construir, poco a poco y con paciencia de maestro cantero, un enorme muro de cajas de cartón. Mientras lo levantaban, a Corbato le sorprendió que los niños, cuando les preguntaba por muros altos famosos, no se acordasen ni de la muralla china ni de la de Lugo. Solo le hablaban del muro de Trump. El último día del Salón, en un acto cargado de simbolismo, el muro fue derribado por los niños. Quedó claro que los muros caen. Y que pueden caer con muchísima facilidad. Basta con querer que caigan.

La conversación arranca ahí. En que no se puede dar nada por imposible, ni siquiera poder derribarle el muro al mismísimo Trump. Poco a poco, y mientras sigue gesticulando, Corbato va enlazando ese mensaje de lucha, de afán de superación, con su propia vida. Nació y vivió hasta los 18 años en Gijón. Fue niño de ciudad pero en constante contacto con el rural, con la montaña, con el paisaje... la madre bióloga que tiene le contagió su curiosidad por la naturaleza, por averiguarlo todo de los animales o de la tierra que pisaba. De pequeño decía que quería ser veterinario. Luego le entró el gusanillo de ser fotógrafo. Y, cuando tuvo que elegir, eligió arquitectura. Se marchó a vivir a A Coruña y allí hizo la carrera. A su término, se empleó en un estudio de arquitectura. Le gustaba. Pero necesitaba más. «No sé cómo explicarlo, pero tenía inquietudes artísticas, veía que quería hacer más cosas», indica. En el año 2013, decidió que tenía que pararse a reflexionar. «Me puse a pensar si iba bien, si iba hacia donde quería ir y, aprovechando que la crisis también estaba apretando mucho en el tema de la arquitectura, decidí cambiar mi vida y venirme a Pontevedra a hacer un máster», explica.

Exposiciones e intervenciones

Dice que lo suyo con el arte fue una inmersión a lo bestia. Llegó a hacer el máster y se dio cuenta de que nunca más quería separar su vocación de arquitecto de la de artista. Hace intervenciones y exposiciones, sobre todo de escultura y con material reciclado, desde madera erosionada por el mar hasta escombros o azulejos rotos. Expuso en su tierra, Asturias, en distintos sitios de Galicia o en Róterdam.

Dice que el hilo conductor de su arte es la relación del paisaje con las personas. Y que no es capaz de crear sin vivir primero. Hizo una intervención artística, una especie de tiendas de campaña coloridas, en un paraje rural asturiano y ahí estuvo treinta días durmiendo y viviendo, empapándose del lugar. Habla del mar, de la montaña y de caminar. Le gusta sentir los caminos. Tanto, que dejó de escuchar música en sus caminatas para poder recibir el sonido de los lugares por los que pasa. Lo cuenta todo con sonrisa, gesticulando una y otra vez. Y, sobre todo, derrochando entusiasmo. Quizás por la melena rubia. Quizás por su barba. Quizás porque habla de que al final todos somos animales y nos tira la naturaleza; de nuestro lado salvaje; de nuestro lado primitivo... se le escucha y, aunque salvando las distancias, a uno no dejan de venirle a la cabeza flashes de Alexander Supertramp, el protagonista de la película Hacia rutas salvajes, que se apartó del mundo civilizado para marcharse en una ruta salvaje hacia Alaska.

Román se ríe. Y dice que, efectivamente, esa es una de sus películas de cabecera. Le apasiona el cine. Le gusta la música, sobre todo el jazz. Dice que, en realidad, todo lo que tenga detrás suya un proceso creativo le atrae. Habla así y sale de nuevo su madre en la conversación. Le agradece su pasión por el arte. El que le haya enseñado a disfrutar de una exposición desde pequeño. O que lograse que siempre fuese «un niño muy feliz». Porque recuerda su infancia con una sonrisa inmensa y enternecedora. Y la recuerda así incluso cuando habla de que perdió a su padre en un accidente de escalada cuando él era un crío. Su madre hizo que todo siguiese bien. Se encargó de que «lo llevásemos todo de forma natural, que siguiésemos siendo una familia, con una persona menos, pero una familia. Me imagino que ella lo pasó mal, pero nunca nos lo dio a ver», dice. Y uno entiende que madre e hijo se parecen. Que los dos saben de derribar muros, sean reales o imaginarios, para ser felices.

Trabajaba en un estudio de arquitectura, pero el arte le llamó y se vino a Pontevedra

Hace esculturas con materiales reciclados, como escombros o madera erosionada