«Casé a mi hija y fue bonito»

xosé m. cambeiro SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO

El primer diácono permanente gallego fue antaño la voz de Amnistía

30 abr 2012 . Actualizado a las 07:00 h.

Hijo de padre militar, Guillermo desembocó en Salgueiriños a los cuatro años procedente de Melilla. Por aquel entonces el barrio tenía tres o cuatro casas, una tienda, un herrador y mucho campo. Ahí jugó el chiquillo con su tren de catorce vagones-latas de sardinas y rodó por las calles sobre un carrito con bolas. A veces llegaba hasta A Sionlla. «Hoy los niños no juegan. Se ponen delante del ordenador. Nosotros éramos más felices con poco», dice. Guillermo bajaba al colegio a la rúa Preguntoiro y se cruzaba con los cerdos de los feriantes.

Creció, empezó a trabajar y desempeñó distintas tareas profesionales hasta su jubilación. Pero al mismo tiempo inició su inmersión social. La injusticia y la opresión le condujeron a crear Amnistía Internacional en Santiago en pleno franquismo, con el miedo en el cuerpo, aunque solo podía incidir en asuntos del extranjero: «Sentía una tremenda alegría cuando en un país liberaban a alguien por la presión que personas como yo ejercían. Y nadie te podía dar las gracias». Durante años fue la cara pública de AI en la ciudad.

Participó asimismo en la puesta en marcha de la Cruz Roja de Santiago y, en el plano sindical, fue secretario general del textil de la UGT. Terminó desencantado con el sindicato porque vio privilegios y circunstancias poco edificantes. Hoy «lo del capitalista y los trabajadores, cada uno por su lado, está superado desde hace tiempo».

En la vida hay etapas y Guillermo enfiló un camino nuevo: el diaconado. Instituido por Roma, los obispos podía implantarlo o no. Cuando Guillermo se lo planteó a Ángel Suquía, este «se alegró y sorprendió», pero fue Rouco quien instauró con él el diaconado permanente. La vocación fue «una llamada de Dios» que, tras ciertas dudas, decidió atender. «El arzobispo de Tánger, monseñor Peteiro, me dijo que debían ordenar a mi mujer y no a mí», cuenta. Su esposa, María del Carmen, le ayuda a «sostener la fe y a seguir el camino. Siempre está detrás de mí y me acompaña en mis tareas». Cuando Guillermo se ordenó, ella tuvo que firmar una carta dando su autorización expresa y asumiendo su nuevo rol.

Sorpresa

Actualmente, el diácono desarrolla su labor pastoral en Touro, pero prestó servicio en varias parroquias, entre ellas Sar con Porto Buceta, y visitó hasta ahora 65. ¿Y cómo le reciben los feligreses al enterarse de que es un hombre casado? «Al principio con sorpresa, pero enseguida lo toman con naturalidad».

No puede confesar, ni consagrar, pero sí bautizar, casar, celebrar la liturgia de la palabra y oficiar sepelios. Es decir, casi todas las funciones presbiterales. No estar investido del sacerdocio no le preocupa porque «mi función es la de ser servidor y es hermoso ejercerla». Prepara y escribe sus sermones, pero al llegar al púlpito, cuando mira a la comunidad, no sigue lo escrito. «Mi ministerio es muy bonito porque me permite acercarme a la gente. Cuando me abren la puerta de una casa, quien entra es un servidor del Señor», dice.

Uno de los momentos imborrables de sus existencia es la celebración de la boda de su hija mayor, Ana María: «La casé en Sar. Fue muy bonito, aunque ella quería ser la primera persona a la que yo casara, pero no pudo ser. Se adelantaron unos amigos suyos. Fui el primer diácono que casó a un hijo».

Guillermo es consciente de la polémica de los sacerdotes casados. Es obvio que aportarían una experiencia familiar a su tarea pastoral, pero «no creo que con el matrimonio aumenten las vocaciones. Ahora hay una norma de celibato, pero si mañana autorizasen a los curas a casarse habría los mismos problemas vocacionales que hoy».

¿Y cómo se lleva el sexo en estas lides? «El sexto mandamiento es importante. Pero para mí hay algo más importante, que es el amor».

«Me gusta la ciudad, la gente, pero me llama la atención que las personas pasean por las calles tristes. Algo pasa dentro del corazón de los santiagueses, cuando Santiago es una ciudad abierta en la que cabe todo el mundo». Lo percibe Guillermo Cedeira, un optimista desaforado. Y percibe también que se ha perdido la idea del barrio: «Hoy no hay barrios en Santiago». Se le escapa la imaginación hacia los viejos Conxo, Guadalupe, Salgueiriños o la calle de Abaixo (Espíritu Santo). «Eso se ha perdido», lamenta.

Levanta la vista hacia las torres que se yerguen en lo alto de Salgueiriños-As Cancelas y mueve la cabeza: «Santiago no deber subir hacia arriba, sino estar más pegado a la tierra».

Añora sus peripecias infantiles en el norte de la ciudad, tan distante al que vivió y pateó antaño. Entonces funcionaba la tienda de la señora María, absorbida por una gran superficie. Y la gente se conocía toda: «Nos hemos hecho ciudad y Santiago debería ser una aldea». Cuando en horas nocturnas pasea por el casco viejo y se sumerge en el silencio siente revivir ese espíritu de aldea compostelana. «Pese a todo me sigue gustando Santiago», remacha.

As Cancelas era en tiempos una leira en donde estaba radicado un campo de tiro de infantería: «No había casas, ahora las hay. Está bien el progreso, pero sin perder la identidad». No obstante, proclama que Compostela es una ciudad abierta, que acoge, que atrae.

A los 70 años, Guillermo ve la vida como «un regalo de Dios para hacer felices a los demás». Se acuerda, a esa edad, de su pasado sindicalista y apunta: «¿No hay un sindicato de jubilados, verdad? Voy a tener que crearlo, porque no tenemos voz».

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