El paso del tiempo

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

SANTIAGO

04 dic 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Tempus fugit, y en su huida nos lleva a todos por delante. Y no en tropel, sino uno a uno. Cada cual acusa el proceso de forma más o menos penosa, pero nadie es capaz de esquivarlo. Ni la gente normal ni los grandes iconos del cine, que nos entusiasmaban con su belleza y lozanía desde la pantalla del cine, los domingos por la tarde, cuando acudíamos en manada todos los chavales del pueblo. Desde la sala de aquel cine admirábamos la descarada belleza de Ava Gardner, la exuberancia de Sofía Loren, la exquisitez de Ingrid Bergman, la fuerza de John Wayne, la valentía de Gary Cooper… Todo lo ha destruido el tiempo, con un trabajo que puede parecer lento, pero es inexorable. Hay un cuadro del pintor Antonio López, El sol del membrillo, en el que fue pintando, a lo largo del otoño de 1990, los distintos efectos que la luz del sol produce, día a día, en los frutos de un membrillero que había plantado años en el jardín de su estudio. Y lo que va captando es el lento enigma de la maduración de los frutos y su inevitable fugacidad hacia la descomposición. La lentitud con que madura la fruta día a día no es un proceso hacia la plenitud, sino hacia su propia destrucción y muerte. Así pasa con todo.

Esta reflexión viene a cuento porque fue lo que vine pensando en el coche, de vuelta a casa, tras visitar a un familiar en el hospital de Santiago. Delante de un gran ascensor para camillas me encontré con un enfermo postrado en la suya, al que no reconocí. Fue él quien me llamó por mi nombre. Era un amigo del pueblo al que un camillero transportaba a su habitación después de no sé qué prueba. Con 30 o 40 quilos de menos, pálido, envejecido, me costó trabajo identificarlo. Era uno de aquellos que también iba al cine. El más decidido y más fuerte de todos nosotros. Jamás tuvo miedo a nada. Ni al río, ni a la noche, ni a los municipales, ni a vivos ni a muertos. Para muchos este amigo era el trasunto real de los héroes del cine de los domingos. Su fama de valiente se confirmó para nosotros una noche en que el grupo, guiado por él, decidió asaltar las espléndidas peras limoneras de la huerta de un vecino, un señor con muy malas pulgas, con escopeta de caza y con muy mala fama desde la guerra. La empresa tenía su peligro. Nuestro amigo nos explicó la estrategia: los que debían subir al árbol, los que vigilarían, quien se ocuparía de aguantar las bolsas… La operación era de noche, todo era silencio, todo iba bien, hasta que empezó a ladrar un perro, una voz destemplada gritó «quién anda ahí» y retumbó un disparo que por poco nos mata a todos del susto. Escapamos despavoridos. Nos reunimos en el sitio de donde habíamos partido, pero faltaba este amigo. Pensamos lo peor, seguros de que el disparo le había acertado en lo alto del árbol. Con el miedo en el cuerpo, ni nos atrevíamos a hablar… Hasta que lo vemos llegar, con su andar pausado de siempre y… con dos bolsas llenas de peras. «Hala, probadlas, veréis qué buenas», nos dijo sin ánimo de molestarnos.

Con pena por lo que estaba viendo delante del ascensor, le pregunté cómo se encontraba. «Mal, esto no tiene remedio. Solo pido lo que John Wayne en aquella película, herido con dos tiros en la barriga: que todo sea pronto y muy rápido. No estamos para perder el tiempo». El valor que hace años nos había demostrado aún le dura. Pero el paso del tiempo ni se lo tiene en cuenta.