La vida que pasa

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

SANTIAGO CIUDAD

25 sep 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando septiembre va por la mitad, cumplo yo años. Y van allá unos cuantos. La celebración de esta fecha tan personal siempre me trajo una ambigüedad en su envoltorio: por un lado uno se alegra de seguir cumpliendo años, claro, pero por otro, cada vez se da más cuenta de que lo que se va no vuelve, como el agua del río del que nos habló Heráclito. «Panta rei», todo fluye, todo pasa.

Lo malo es que pasa demasiado rápido, y casi siempre, también de forma muy precipitada. Echar la vista atrás supone perderse en un bosque enmarañado de hechos y vivencias a muchos de los cuales ya no es fácil ponerles fecha. Ahora entiendo mejor lo que dijo la escritora Françoise Sagan, cuando, ya mayor, dijo que «al recordar mi vida encuentro huecos: me falta un año por aquí, dos por allá?, y a veces me cuesta reconocerme en aquello que hice en algún momento del pasado».

Yo, por mi parte, creo que uno no sólo cumple años, sino que con el paso de los mismos vamos renovando nuestra propia esencia, nuestra identidad. Es como si uno, periódicamente, fuese reencarnándose en otro, que mantiene con el anterior algo en común, claro, pero que ya no es el mismo. Evidentemente, uno tiene ya muy poco que ver con aquel rapaz que correteaba con otros compañeros por su pueblo, perfectos conocedores de caminos, atajos, huertas y arboledas.

A ese que fui, feliz y despreocupado, le sucedió otro de 16 o 17 años, con un cuerpo ya crecido y juvenil, que fue un inquilino estupendo con el que pasé una etapa universitaria rica en lecciones de todo tipo, tanto académicas como humanas. A su vez, este fue sustituido por otro al que se le fue cambiando la cara y el talante por sus deberes profesionales, lo que hizo que viviese una etapa de indecisión, pues no sabía si prolongar la juventud o afrontar ya la madurez.

Y llegó otro, con sus obligaciones familiares, con compromisos sociales, con ganas de hacer cosas, que se fue convirtiendo en un tipo maduro, poco alborotador, y que llegó a la conclusión de que en este mundo uno vale más por cómo es que por lo que tiene. Y en esas estamos, con un nuevo «okupa», este ya jubilado y más escéptico, al que veo todos los días en el espejo y al que observo cada vez con más atención para ver si de una vez nos aclaramos en este complicado trayecto que es la vida. Hoy estoy convencido de que en este componente corporal que es el físico externo se me han colado varios polizones en épocas diferentes.

Y en este lío existencial me pasé la celebración de este cumpleaños, cosa que ninguno de mis anteriores “alter ego” se planteó nunca en su momento. Debe de ser cosa de la edad, aunque también es cierto que antes no solían celebrarse. Se festejaba el santo, lo que en la radio de entonces llamaban «fiesta onomástica». Y la celebración era menos íntima, porque los hijos solíamos llamarnos como los padres y como los abuelos, y así todo era más compartido. No había tiempo para estas reflexiones, que además, no vendrían al caso.

Así que estoy convencido de que aquello que decía Unamuno de que en cada uno de nosotros hay cuatro individuos («el real, que sólo Dios conoce; el que uno piensa que es; el que los demás se imaginan que es, y el que uno quisiera ser») no sólo es verdad, sino que se queda corto. En cada uno hay una multitud. Quizá por eso la vida se nos hace tan corta: ¡los años cumplidos hay que repartirlos entre tantos?!