Los tres errores del ladrón del Códice Calixtino

Xurxo Melchor
Xurxo Melchor LA VOZ

SOCIEDAD

Álvaro Ballesteros

Tres malos pasos ha dado Fernández Castiñeiras que le han llevado al banquillo

25 ene 2015 . Actualizado a las 13:16 h.

El común de los mortales ha simplificado el caso del robo del Códice Calixtino en una única pregunta. ¿Por qué Manuel Fernández Castiñeiras se llevó el famoso libro si podría haber vivido a lo grande con el dineral que, según el fiscal, se había llevado de la catedral de Santiago? La realidad es que sin el escándalo de la desaparición de la mayor joya bibliográfica de Galicia es más que probable que jamás se hubiesen descubierto sus presuntos robos en la caja fuerte. Ese fue su primer error de los tres que le han sentado en el banquillo de los acusados con una petición de pena que oscila entre los 15 años que solicita el ministerio público y los 31 de la acusación particular, que ejerce la Iglesia.

Fernández Castiñeiras llegó en 1980 a la catedral de Santiago de la mano del que entonces era su administrador, Juan Martínez Bretal. Un canónigo casi ciego por la diabetes que era el custodio de los ingentes fondos que entran a diario en el templo por donaciones y limosnas. En el cabildo no son hoy pocos los que se echan las manos a la cabeza pensando en qué pudo hacer todos aquellos años el ex electricista tan cerca de tanto dinero y con un hombre medio ciego custodiándolo que, además, confiaba plenamente en él.

Fue ese administrador casi ciego el que presentó a Castiñeiras al que fue su segundo gran valedor en la catedral: José María Díaz. El canónigo necesitaba un electricista para instalar la luz eléctrica en el archivo catedralicio, del que era responsable entonces. Permaneció en ese puesto 36 años. Toda una vida cuidando las joyas bibliográficas de la basílica. Toda una vida mimando y suspirando por su mayor tesoro: el Códice Calixtino.

En palabras de Díaz, que después fue nombrado deán en el 2006 y que tenía ese cargo -el mayor en el cabildo- cuando desapareció el Códice, Fernández Castiñeiras hizo aquel trabajo y todos los que después le encomendó «a plena satisfacción».

La magnífica y cercanísima relación que mantuvieron el ex deán -cesó en diciembre del 2012- y el electricista queda bien reflejada en cómo se han referido a ella ambos en el juicio. José María Díaz declaró que «durante muchísimos años fue amable y servicial conmigo atendiéndome en todo lo que yo pudiera necesitar». Fernández Castiñeiras, en su declaración al juez de instrucción, que fue reproducida en la vista oral ante su negativa a contestar al fiscal, afirmó: «No diré que era como padre e hijo, pero sí como tío y sobrino».

A tenor de la primera confesión del acusado, de la que se ha retractado en el juicio, de la investigación y de la propia declaración del ex deán, esa buena relación se truncó precisamente cuando Díaz fue nombrado presidente del cabildo. «Todo cambió», recordó el canónigo ante el tribunal. «Él creyó que yo tenía poder para resolver sus demandas y no era así. Cuando le dije que no podía corresponder a sus exigencias adoptó una postura bastante agresiva», añadió. Esas demandas no eran nada espirituales y sí muy terrenales. Quería dejar de trabajar como autónomo en la catedral, sin contrato ni seguridad social, y pasar a estar en plantilla. Entró en cólera cuando sucedió justo lo contrario y prescindieron de sus servicios. Los llevó a los tribunales y les reclamó una indemnización de 43.000 euros por despido improcedente. Pero, según Fernández Castiñeiras le dijo a la policía y después al juez Taín, quería vengarse del ex deán. De su amigo que no le había ayudado, que le había dado la espalda. Por eso robó el Códice Calixtino, porque sabía que era lo que más quería Díaz. Ante el tribunal, el clérigo lo explicó emotivamente: «Yo siempre decía que el mayor disgusto que me podía suceder a mí en la vida era que le pasase algo al Códice, seguro que me lo oyó decir [Fernández Castiñeiras] a mí mismo o a alguien».

Dicen que la venganza se sirve en plato frío. El ex electricista de la catedral actuó presuntamente en caliente y cometió un grave error. Ha perdido 1,7 millones de euros y muy probablemente van a incautarle dos de sus tres pisos, además de imponerle una multa de 300.000 euros. ¿Le mereció la pena? Solo él lo sabe, aunque si lo que quería era vengarse de José María Díaz finalmente lo consiguió. Al canónigo primero le destituyeron como archivero y después la Conferencia Episcopal le exigió su dimisión como deán ante el evidente desmadre y el caos en el que había sumido a la catedral de la tercera ciudad santa de la Cristiandad.

El segundo error de Manuel Fernández Castiñeiras fue confesar cuando, tras su detención, declaró el 6 de julio del 2012 ante el juez Taín. Más que admitir el delito, su gran equivocación no fue utilizar ese reconocimiento para llegar a un acuerdo ventajoso con el fiscal que le permitiera eludir los siete meses de prisión preventiva que tuvo que soportar y conseguir una sustancial reducción de la pena alegando colaboración con la Justicia y arrepentimiento.

El fiscal le ofreció ese pacto y estuvo a punto de firmarse, pero Fernández Castiñeiras se echó atrás y cambió de abogada. Se puso en manos de una letrada vilagarciana, Carmen Ventoso Blanco, y poco después presentó en el juzgado aquel famoso manuscrito de quince folios en los que afirmaba dando nombres y apellidos que en la catedral de Santiago los robos de dinero eran comunes y tenían muchas y variadas caras y que entre los canónigos había también sexo. Por el momento, en el juicio no ha reproducido esas gravísimas acusaciones.

Su tercer error no ha sido solamente suyo, sino de su defensa. Optar por no declarar ante el fiscal en el juicio cuando sí lo hizo antes ante el juez de instrucción para confesar es un suicidio jurídico. Ante el silencio, el representante del ministerio público reprodujo aquel interrogatorio en el que el ex electricista admitió el robo del Códice y de dinero en la catedral. Esa confesión tiene ahora valor de prueba y muy probablemente le condene. Si lo que quería era retractarse debería haber dedicado al fiscal una retahíla de «no me acuerdo» y «no sé». Así su confesión no se habría oído en la vista oral y habría tenido una oportunidad.