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Al final, lo que nos define son los gestos, sonidos, automatismos aprendidos o heredados. Más que ideología, el ser humano está hecho de costumbres

28 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

De los crímenes absurdos a uno se le quedan los detalles absurdos. De la matanza de la semana pasada en el Hotel Radisson Blue de Bamako, en Mali, a mí se me han quedado grabadas dos cosas: que uno de los terroristas interrumpió brevemente su rutina de verdugo para cocinarse una merienda en los fogones del hotel y luego siguió matando como si tal cosa, y que él y sus compañeros les hacían recitar a los rehenes la shahada, la declaración de fe musulmana, para decidir a quién matar y a quién no. No es algo nuevo. Lo habían hecho ya los terroristas de al-Shabaab que asesinaron a 148 estudiantes en una universidad de Kenia en abril. De eso hacían depender la vida o la muerte: de una frase.

Es lo que en inglés se denomina shibboleth, un santo y seña que permite discriminar entre quienes se consideran amigos y enemigos. Viene de una historia de la Biblia. Se cuenta en el Libro de los Jueces que tras una batalla entre la tribu de Efraín y la de Galaad, los de Efraín, derrotados, intentaban ponerse a salvo cruzando el río Jordán. Para distinguirlos, los de Galaad les hacían decir la palabra shibboleth, cuyo fonema sh no sabían pronunciar los de Efraín. Curiosamente, los gallegos hubiésemos sobrevivido a esa prueba -ese sonido es precisamente nuestra xe- pero los infortunados efraimitas acababan bajo el cuchillo, tiñendo de rojo el Jordán, ya de aquella.

También se dice que los flamencos se valieron de un shibboleth durante la matanza de franceses de 1302 en Brujas: les hacían decir Schild end vriend (Escudo y amigo), que los franceses, supuestamente, no podían pronunciar. La historia está llena de episodios similares: en distintas guerras y masacres los holandeses mataban a los alemanes que no pronunciaban correctamente Scheveningen, los cingaleses a los tamiles que no sabían decir baldiya (cubo), los norteamericanos a los japoneses que eran incapaces de repetir lollapalooza, los sicilianos a los franceses que se equivocaban al decir ciciri (garbanzos), los finlandeses a los rusos que pronunciaban con acento Yksi (uno), los libaneses a los palestinos que decían mal la palabra bandura (tomate), los dominicanos a los haitianos que tenían problemas con el término perejil, los escoceses a los ingleses que pronunciaban Edinburgh con una g muda, los japoneses a los coreanos que pronunciaban gagigugego con el sonido k?

Se han cometido muchos crímenes en nombre de la fonética, pero ni siquiera hace falta la lingüística para matar. Durante la guerra, en Yugoslavia, me contaba una vez un soldado la manera en que distinguían quién era católico -y por tanto croata- y quién ortodoxo -y por tanto serbio-: apuntándoles con un arma, les obligaban a santiguarse, que es algo que los católicos hacen comenzando por el lado izquierdo y los ortodoxos por el derecho. Si uno ha aprendido el gesto de una manera e intenta hacerlo de otra, un observador atento puede detectar un instante de duda.

Pensamos que nuestras ideas son lo que define lo que somos pero resulta que, al final, lo que nos define es eso: gestos, sonidos, automatismos aprendidos o heredados. Más que de ideología, el ser humano está hecho de costumbres.

Porque, de hecho, todos tenemos nuestros shibboleths. Después de la masacre de París del 13 de noviembre, en los estadios de fútbol se cantaba La marsellesa. Era una expresión sincera de emoción y solidaridad con las víctimas de terror. Pero si uno se fijaba, podía ver que había algo más: inevitablemente, casi sin darse cuenta, la cámara buscaba ansiosa las caras de los jugadores y el público, para ver quién cantaba y quién no.