Álbumes viejos

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

SOCIEDAD

Las fotografías, firmemente pegadas algunas, otras ya medio desprendidas, o arrancadas por algún motivo, o sueltas y perdidas en una página que no les corresponde, son la manifestación del olvido y sus restos

06 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Estos días estoy dedicado a escanear a mano todas las fotografías de los álbumes familiares. Son cientos y cientos de imágenes de parientes y amigos distribuidas a lo largo de las páginas y los años, más de un siglo de rostros que miran a la cámara. Es un trabajo lento y mecánico. Y mientras la luz del escáner va y viene sobre la cartulina negra de los álbumes es inevitable divagar. Frente a nuestras fotografías digitales, donde los recuerdos se fijan por acumulación, los viejos álbumes nos ofrecen la vida reducida a sus huesos. Al final, las tecnologías acaban sustituyendo a las cosas, y el álbum, que nació como una prótesis de la memoria, ha terminado por tomar la forma de la memoria misma: las fotografías, firmemente pegadas algunas, otras ya medio desprendidas, o arrancadas por algún motivo, o sueltas y perdidas en una página que no les corresponde, son la manifestación del olvido y sus restos -lo que llamamos recuerdos-.

Es fascinante contemplar con tanta claridad el paso del tiempo. Está marcado en cada detalle: los colores y las tonalidades, el papel fotográfico, la forma de los bordes de la foto, las poses... Del sepia gastado de las primeras décadas del siglo XX a la tonalidad azulada de la década de 1970 -la que tenía la película Fuji que se puso entonces de moda-. Otros recuerdos son, en cambio, rojizos, de aquel color de semilla de amapola que era característico de los laboratorios Agfa. Del inconfundible olor ácido del papel Valca, que se fabricaba en Burgos, al tenue aroma plástico del papel Kodak. De las poses hieráticas de los antepasados lejanos -campesinos elegantemente vestidos con el traje que les prestaba el fotógrafo- a las instantáneas tomadas por sorpresa cuando bajó el precio de la película. De las miradas ausentes de los retratos muy antiguos -a veces había que pintar a lápiz las pupilas, porque no salían- a los ojos rojos de las fotos sacadas con flash en interiores. En algunas páginas aparecen fotografías dobles de estudio de niños llorando y riendo -una costumbre de hace cuarenta años-. Uno de ellos soy yo.

Pero más fascinante aún es ver la obra de la genética a lo largo del tiempo: los rostros y los cuerpos que cambian, que se transforman con los años. Los personajes -parientes cercanos y lejanos- van desapareciendo y otros van tomando su lugar en forma de bebés que al principio apenas se les asemejan pero que en la siguiente página del álbum empiezan a tomar los rasgos de alguien de varias páginas más atrás. Esos rasgos se combinan guiados por la mano del azar, pero un azar que parece contener una armonía interna. Es difícil no ver todas esas caras que nos miran como variaciones sobre un mismo tema, una sonata que se extiende a lo largo de más de un siglo de fotografías que exageran la alegría y ocultan el dolor. Incluso los rostros de parientes lejanos que ya no puedo reconocer me resultan familiares. Todos tienen algo que me recuerda a otra persona que conocí; o a mí mismo. Desde un tatarabuelo cuyo nombre no recuerdo hasta mi propio hijo.

La luz irreal del escáner va y viene sobre el cristal, con un sonido mecánico, electrodoméstico. Es como la luz de un día que transcurre. Lentamente, va convirtiendo al lenguaje digital de unos y ceros una multitud silenciosa: todos esos bautizos, bodas, días de playa, sobremesas, fiestas del colegio, carnavales. Se iluminan por instante y luego vuelven a la sombra. Después de todo, eso era antes, hasta hace poco, la fotografía: literalmente, una combinación de luces, y de sombras.