El santoral de las vacas

SOCIEDAD

Ed

Me interesan los nombres, y los de las vacas los sigo con bastante atención desde que, de niño, mi abuelo me dejó bautizar a una de sus vacas de Piñeiro

05 mar 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Estaba con mi hermana y mis sobrinos viendo un espectáculo de marionetas en la calle de Fuencarral de Madrid. Por su acento, supuse que el marionetista era francés. En un momento de la historia quiso introducir el personaje de una vaca. «¿Sabéis cómo se llama la vaaaacaaa?», interpeló a los niños, gritando, con ese alargamiento de las dos últimas sílabas que es característico de la declamación de los titiriteros. «Margarita», dije yo en voz baja, con aire de sobrado. Y cuando el señor repitió el mismo nombre en alto, a mi hermana y a mis sobrinos les pareció telepatía.

Para quien estuviese al tanto de la onomástica vacuna, en realidad, la cosa no tenía ningún mérito. En Francia muchas vacas se llaman Marguerite; igual que en Inglaterra, donde cuando no les llaman Bessie les llaman Daisy -que es margarita en inglés-.  En Estados Unidos suelen ponerles nombres de vacas de cuento infantil: Clarabelle o Buttercup. En Rusia el más frecuente es Milka (de Milaya, querida, dulce); en Suiza, Fiona; en Suecia, Rosa; en Eslovenia, Pika; en Estonia, Mustik (negra); en Hungría, Riska (de Mariska, María).

Me interesan los nombres, y los de las vacas los sigo con bastante atención desde que, de niño, mi abuelo me dejó bautizar a una de sus vacas de Piñeiro (Meira). Le puse Esmeralda, como la protagonista de Nuestra Señora de París, de Victor Hugo.

Por eso leí con pena lo que contaba Xosé Ramón Alvite en estas mismas páginas, hace unos días, de que en Galicia se pierde la costumbre de dar nombres de pila a las vacas. Según el Control Leiteiro, de las cien mejores vacas en producción del 2015, solo la cuarta parte tenían nombre propio. Al resto se las identificaba únicamente con un número, como si estuviesen en la mili o haciendo cola en la panadería de un supermercado.

Entiendo que esto se refiere solo a las vacas lecheras, pero aún así es una lástima. La res, la cosa por antonomasia (eso significaba res en latín, cosa) es el animal al que el hombre más ha bautizado; y de todos los santorales de vacas que hay en el mundo es difícil que haya otro tan completo y variado como el gallego.

Yo todos los años espero, con la impaciencia con la que otros esperan los Oscar, los datos anuales del Servizo de Producións Gandeiras, donde se hace la estadística de los nombres de las vacas. Me gusta ver cómo evolucionan. Hace años que la lista la encabeza Paloma, que a mí me parece un nombre como de prima madrileña, pero que en realidad denota una piel clara. Le siguen los clásicos como Marela, Linda o Pinta (el María, Carmen y Pilar de las vacas). Pero todos los nombres dicen algo del animal: de una Careta hay que suponer que tiene una mancha blanca en la cara, de una Mona que no tiene cuernos, de una Gallarda que los tiene muy grandes, de una Xuvenca que es la única de esa quinta -el nombre solo quiere decir vaca joven, pero a muchas se les queda como a los futbolistas precoces a los que llaman niño toda la vida-. Hay nombres que son auténticos estudios psicológicos: Capitana es una vaca mandona, Pastora es una vaca dócil.

A veces, los nombres incluso reflejan los sueños y frustraciones de sus dueños: el poeta Eduardo Estévez, contó en una ocasión trece vacas Prestige, y yo conocí varias Heidis de emigrantes retornados... Sabiéndolo leer, el registro anual de Produccións Gandeiras es como una crónica de Galicia en clave. Dejar de ponerles nombres a las vacas sería como dejar esa crónica en blanco y encontrarnos, de repente, rodeados de extraños. Las vacas, que ya nos observan con melancolía, de repente nos mirarían con estupefacción.