Memorias de mi vida política

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

SOCIEDAD

ED

Nos reunimos cinco amigos y montamos un partido cuya singularidad principal era que pedía el voto para cualquier otra formación política. Se llamaba, apropiadamente, Non Nos Votes

09 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

No me gusta que se hable mal de los políticos porque, tiempo atrás, yo fui uno de ellos. Brevemente, eso sí. Fue durante la carrera, en Santiago, a mediados de los ochenta del siglo pasado. Se convocaban entonces las primeras elecciones al claustro constituyente y el rector nos animó a los estudiantes a que presentásemos candidaturas. Yo estaba leyendo entonces las memorias del escritor checo Jaroslav Ha?ek, en las que contaba la peripecia de su Partido del Progreso Moderado de los Márgenes de la Ley, que había fundado en broma para presentarse a unas elecciones en Austria-Hungría.

Se me ocurrió hacer algo parecido. Así que nos reunimos cinco amigos y montamos un partido cuya singularidad principal era que pedía el voto para cualquier otra formación política. Se llamaba, apropiadamente, Non Nos Votes, y con él nos presentamos a aquellas elecciones acariciando el sueño de una derrota épica.

Lo nuestro era, por decirlo de alguna manera, un esfuerzo radical de autocrítica. Los otros partidos aseguraban a sus electores que eran los mejor preparados para defender sus intereses. Nosotros reconocíamos que no teníamos ni el talento ni el tiempo ni las ganas para eso y les recomendábamos, con toda la honestidad del mundo, que votasen por cualquier otro. Digamos que era lo que hoy se llamaría «un ejercicio de responsabilidad».

Como queríamos que nuestro partido fuese como los demás, decidimos que no podíamos tener democracia interna; así que, de los cinco afiliados, cuatro éramos secretarios generales y uno militante de base, porque una norma de los estatutos vedaba expresamente los cargos directivos a toda persona nacida en el municipio de A Fonsagrada. Convocábamos mítines a los que pedíamos que no acudiese nadie (y nosotros mismos no nos molestábamos en ir). Difundíamos sondeos de opinión con gráficos en los que se mostraba cómo íbamos perdiendo apoyo. Nuestro lema principal era «El voto inútil», pero teníamos muchos otros carteles y eslóganes. La mayoría eran parodias de otros eslóganes, otros eran sofismas sin sentido que, sin embargo, puestos en ese contexto del debate político, parecía que decían algo importante. En fin, la vida misma.

Cuando llegó el día de las votaciones, empezamos por presentar una queja formal al comité electoral. Alegábamos sin prueba alguna que se preparaba un pucherazo para hacernos ganar y queríamos denunciarlo. Recuerdo la paciencia con la que el presidente de la comisión electoral, un profesor medievalista, se esforzó en explicarnos que ni siquiera se habían abierto las urnas todavía. Entonces procedimos a votar, mostrando orgullosamente las papeletas de otras fuerzas políticas mientras un fotógrafo inmortalizaba el momento. Luego nos personamos en el recuento. Cada vez que teníamos un voto abucheábamos. «¡Respeten a los demás partidos!», nos llamó al orden el presidente de la mesa. A su lado, su ayudante le explicó al oído que nos abucheábamos a nosotros mismos. Nos miró desconcertado.

Logramos perder. Lo celebramos por todo lo alto y abandonamos la política, en mi caso con el horizonte de dictar mis memorias a una becaria con gafas, como hacen los políticos de amplio recorrido. Como era de esperar, se me olvidó; pero acabo de hacerlo ahora, aquí.

Si me he acordado es porque ayer, entre papeles metidos en carpetas viejas, papeletas de las notas y apuntes fotocopiados, encontré un pasquín electoral, traspapelado hace más de treinta años. Dice, en letras bien grandes: «Estamos en contra de estar a favor».