Adiós a un luchador, valiente y generoso

Francisco Martelo Villar MÉDICO

SOCIEDAD

24 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Ramón Cobián, tantos años alma del Hospital Modelo de A Coruña, se ha ido. Santiagués de nacimiento, fue el cuarto hijo de un reconocido pediatra coruñés que fundó una familia de 18 hijos, estandarte de la exaltación a la fecundidad enclavada en el espíritu de la época.

Alumno del colegio de los jesuitas de Vigo, y de Medicina en Santiago de Compostela, compaginó los estudios con la actividad deportiva, y llegó a ser defensa central del equipo de fútbol de la facultad.

Su padre había comprado ilusionado un pequeño sanatorio en la Ciudad Jardín coruñesa, pero su repentina y temprana muerte amenazaba la supervivencia del proyecto. Ramón se convierte en el severo pero amado regente de la familia. Tras una fructífera estancia en Holanda pasa a ser, además, el médico anestesista del Hospital Modelo. Comienza su caminar profesional en tiempos sombríos, con la necesidad de tener que tomar el mando; pero comparte el puesto de timonel con el del más esforzado remero durante muchos años, consiguiendo el respeto de los profesionales sanitarios y, lo que es más importante, el de todos los coruñeses, muchos de los cuales tuvieron la fortuna de tenerle cerca en los momentos en que, desde la enfermedad, se necesita una mano salvadora, y don Ramón se la extendió a todos los que la necesitaron.

Era un profesional consagrado enérgicamente a tratar de curar pacientes, sin horario, día tras día, haciendo de su Hospital Modelo un centro muy reconocido. Su mundo fuera del Modelo le correspondía, en primer lugar, a su familia, auténtico motor de su vida, creada alrededor de la figura de su venerada y recordada esposa, Elvira, y a sus inquebrantables amigos, de tantos y tantos años, con los que se reunía para dar rienda suelta a su brillante ingenio e inacabable locuacidad. Era amable, cálido, educado, pero siempre vehemente a la hora de la expresión de sus ideas: destilaba amor a la profesión y a su tierra, con muy incisivas reservas hacia el nacionalismo, hacia el egoísmo de la burguesía financiera y al oportunismo de los profesionales de la política. Capaz de llenar y hacer útil y divertido el tiempo vacío de las esperas o las reuniones estériles, siempre miraba con condescendencia a los que no cumplen, quizás con algo de desdén amable. Sí, en la proximidad era un irreverente ilustrado, pero simpático y apaciguador.

Creó lazos de lealtad mutua entre generaciones de médicos que tenían grandes inquietudes por hacer bien su trabajo. Siempre cercano a la realidad, huía de la ficción, a la que solo daba rienda suelta cuando se separaba de su rutina diaria. Basándose en su osada independencia y su esforzado trabajo, construyó un hospital en el que los profesionales que nos acercamos a él encontramos gran confort y oportunidades para todos. Cuando la enfermedad asomó a su puerta le hirió en lo que más podía dolerle, en su reconocido talento para conversar, pero se esforzó en mantenerse activo, y lo hizo con eficiencia y enorme dignidad.

En los últimos tiempos, cuando sus poderosas alas dejaron de revolotear y la dificultad para volar en solitario parecía insostenible, aconsejó a sus hijos que el cambio de manos de su obra era lo mejor para todos. Le pareció bueno, pero sobre todo inevitable, aceptando la dolorosa renuncia a continuar con el proyecto de su vida, pero bendiciendo y agradeciéndoselo a los que le ayudaron a realizar su obra.

Ahora, que se ha ido, nos conmueve recordar su perfil de luchador, su gigantesca generosidad en tiempo y esfuerzo, como gerente, director médico y como anestesista. Nos ha hecho pequeños a todos los que le hemos rodeado, aunque habernos dejado subir a sus hombros nos ha permitido ayudar más y mejor a nuestros pacientes.

Nuestro entrañable afecto a sus hijos. Gracias, Moncho, y hasta siempre.