Patrocinado porPatrocinado por

«Vimos cosas muy duras, difíciles de creer, que no vamos a olvidar nunca»

María Doallo Freire
María Doallo OURENSE

SOMOS MAR

Alejandro Mínguez lleva siempre en la cartera su tarjeta de pasajero del Costa Concordia
Alejandro Mínguez lleva siempre en la cartera su tarjeta de pasajero del Costa Concordia MIGUEL VILLAR

Diez años después, pasajeros gallegos del Costa Concordia repasan el hundimiento del buque

13 ene 2022 . Actualizado a las 18:31 h.

En 1912, el choque del Titanic contra un iceberg provocó el hundimiento del que en aquel momento era el mayor barco de pasajeros del mundo. Un total de 1.500 personas perdieron la vida, convirtiendo el naufragio en las aguas estadounidenses en la tragedia marítima más letal de todos los tiempos. Cien años más tarde, en el 2012, otro choque imprevisto golpeó con fuerza la historia de los viajes por mar. Esta vez en Europa. Fue el hundimiento del buque italiano Costa Concordia en la noche del 13 de enero. Hace exactamente una década. A bordo de ese crucero iban el ourensano Alejandro Mínguez, natural de Celanova, y su mujer Isabel Mociño, que se encontraban disfrutando de su luna de miel. «Estábamos empezando a cenar, eran sobre las nueve y media, y de pronto oímos un ruido muy intenso. Nos resultó como si fuese el estallido de un motor y no le dimos mucha importancia», recuerda Alejandro. «Pero en cuestión de segundos el barco comenzó a inclinarse hacia un lateral y todo empezó a caerse al suelo. La luz iba y venía. Así que mi mujer me pidió que nos fuésemos. Ella quería que saliésemos para que le diese el aire. Subimos doce pisos por unas escaleras de servicio en las que se amontonaba la gente, hasta que llegamos a la cubierta», añade. En esos primeros momentos, por la megafonía del Costa Concordia se informaba a los pasajeros de que se trataba de un pequeño fallo eléctrico. «Evidentemente nadie se creyó que eso fuese así porque el barco estaba completamente escorado, de hecho llegó a enderezarse y virar hacia el lado contrario», rememora Alejandro. En esa posición se quedó encallado y así estuvo los dos años siguientes hasta que consiguieron retirarlo del mar Tirreno en el 2014.

María José y sus padres, a su llegada a la estación de tren de Ourense
María José y sus padres, a su llegada a la estación de tren de Ourense MIGUEL VILLAR

El sueño de visitar Roma

María José Lorenzo es otra de las pasajeras ourensanas que iban a bordo del Costa Concordia. Ella viajaba con sus padres, José Virgilio Lorenzo y Anuncia Fernández, naturales de Cea. «Siempre recordaré el miedo que pasé. Mi padre tenía 80 años —ya falleció— y mi madre 75. Yo solo pensaba en protegerles y en salir de allí juntos», admite. «Sentimos un golpe enorme y seguidamente el comedor en el que estábamos se empezó a inclinar y se nos vino encima todo, desde platos, copas, cuadros... Salimos al hall y estuvimos allí las siguientes dos horas esperando, solo con las luces de emergencia encendidas. Mientras el barco seguía girando y los muebles se iban amontonando en un lado, por los altavoces nos mentían diciendo que era un fallo eléctrico. Luego apareció alguien de la tripulación y nos explicó que nos iban a evacuar y que teníamos que ir a la zona exterior donde estaban botes», rememora María José. En ese momento se enteraron de que el puerto de Giglio estaba a 200 metros de distancia.

El crucero fue el regalo que María José les hizo a sus padres por los 50 años de casados. «El sueño de los dos era ir a Roma, pero mi padre no podía viajar en avión por problemas de corazón, así que se nos ocurrió la idea del crucero», cuenta. Justo el día del hundimiento lo pasaron conociendo la capital de Italia, así que el sueño se cumplió. Aunque le siguió una pesadilla: «Recuerdo gente chillando y, sobre todo, pasar muchísima angustia por el desconocimiento de lo que estaba pasando. Era un caos. Nosotros tuvimos suerte porque conseguimos subir a un bote y eso que, cuando nos estaban bajando al mar, la polea cedió y estuvimos a un metro de distancia de que nos aplastase el bote que iba después del nuestro», comenta.

Isabel y Alejandro, a su llegada al aeropuerto de Vigo
Isabel y Alejandro, a su llegada al aeropuerto de Vigo M. MORALEJO

Viaje de novios inolvidable

Alejandro e Isabel embarcaron el día 9 de enero del 2012 en Barcelona, en un crucero que debía ser perfecto. Un buque de 17 pisos de altura y 290 metros de eslora en el que estaban incluidos todo tipo de servicios, comodidades y lujos para conseguir asegurar el entretenimiento y la relajación a bordo. Estaba previsto que el trayecto terminase el día 16, después de recorrer ciudades emblemáticas de la costa italiana. Pero el 13 todo cambió y el viaje de novios de esta pareja ourensana de recién casados quedó marcado para siempre. Concretamente con un boquete de 70 metros provocado por el choque de la embarcación contra una roca próxima a la isla del Giglio, en la Toscana, consecuencia de una imprudencia por parte del capitán del buque, Francesco Schettino. Fue condenado a 16 años de prisión —ha cumplido cinco a día de hoy— por este naufragio en el que murieron 32 personas. Él fue uno de los primeros en abandonar el barco. «La justicia ya lo condenó y nosotros no podemos añadir más, solo que su actitud fue lamentable, por supuesto», dice Alejandro. Él y su mujer tardaron más de tres horas en llegar a tierra y estar por fin a salvo. «Bajamos al camarote para coger nuestra documentación y de pronto sonó el mensaje de que íbamos a ser evacuados desde el puente 4. Cuando llegamos ya no había sitio en las barcas motorizadas así que nos propusieron salir en unas neumáticas. Entramos unas treinta de personas en aquella pequeña embarcación y mientras nos estaban bajando con una grúa por el casco del buque, se atascó. Estuvimos una hora colgando hasta que al intentar socorrernos lo rompieron y ahí fue el momento más trágico. Pensé que nos íbamos a desplomar contra el mar y fui consciente de que, de ser así, nos moriríamos porque el choque sería letal. Así que me llegué a despedir de Isa», explica este celanovense. «Tuvimos la fortuna de que el barco en ese momento se viró más y se quedó completamente horizontal, estaba apoyado en una sima aunque nosotros en aquel momento no lo sabíamos. Fuimos gateando por el casco hasta unas escaleras de cuerda exteriores por las que bajamos lo máximo posible, luego saltamos desde unos doce metros de altura hacia una colchoneta que pusieron en el mar. A mí hasta se me olvidó que tengo vértigo. Ahí nos recogió la lancha de los carabinieri y nos llevó a Giglio», recuerda. En esa isla, una pequeña localidad italiana, continuó la odisea del naufragio.

Giglio rozaba en el 2012 los 1.400 habitantes. En la madrugada del 13 al 14 de enero de aquel año tuvo que albergar a las 4.300 personas que acababan de perder su techo en el naufragio del Costa Concordia. «La gente traía mantas, cortinas... nos ayudaba con todo. Nos iban llevando en autocares a distintos sitios del pueblo para que no pasásemos la noche al raso. A nosotros nos llevaron a la iglesia, hacía muchísimo frío, pero conseguí una habitación. Recuerdo que mi madre y yo nos pasamos toda la noche vomitando por los nervios», relata María José. Y es que Anuncia estaba trasplantada de riñón y su medicación se había quedado en el barco. «Una vez que nos trasladaron a Roma, me fui moviendo como pude entre hospitales hasta que conseguí que alguien entendiese lo que estaba pasando y me facilitasen sus medicinas», rememora su hija. Viajaron de Roma a Barcelona en taxi, por los problemas de corazón de su padre y luego en tren hasta Ourense.

Para olvidar

«Reconozco que a medida que pasa el tiempo, los recuerdos se van desvaneciendo, sobre todo en un caso así, en el que hay muchas cuestiones de las que prefieres no acordarte», cuenta. Para evitar que se borrase del todo su memoria, Alejandro decidió dejarla plasmada en un libro que se publicó en el 2017, Las últimas horas del Costa Concordia. «Esta es una experiencia para olvidar pero que pudimos contar y damos gracias. Todo lo que vivimos ahí nos sirve a día de hoy de argumento para relativizar y quitarle importancia a las cosas que no la tienen», afirma. En su caso, Alejandro admite que no sufrió shock postraumático aunque sí que hay imágenes que no se quita de la cabeza: «Vimos cosas muy duras, difíciles de creer, que no vamos a olvidar nunca». María José comparte esa opinión: «Son fotografías mentales que no vamos a olvidar y eso que tuvimos suerte porque salimos pronto de allí». Isabel Mociño sin embargo tiene otra experiencia porque ella salió del Costa Concordia embarazada y meses más tarde perdió al bebé que esperaba. Ninguno de ellos ha vuelto a contratar un crucero. Ni planean hacerlo de nuevo. Eso sí, las tarjetas de sus camarotes en aquel viaje todavía no han salido de sus carteras. Puede que sean un amuleto o solo un recordatorio de lo rápido que puede virar el rumbo de la vida y hundirse hasta lo más profundo.