Conchita Picciotto: «Aunque volvieran solo mis huesos, me gustaría regresar a Galicia»

Tomás García Morán
TOMÁS GARCÍA MORÁN REDACCIÓN / LA VOZ

VIGO

Muere en Washington la viguesa que durante los últimos 35 años protagonizó frente a la Casa Blanca la protesta pacifista más larga de la historia

27 ene 2016 . Actualizado a las 11:38 h.

Para cuando nos estudien como pueblo, sería una buena idea guardar en el Museo do Pobo Galego un trocito del ADN de Concepción Martín Picciotto (Vigo, 1945 - Washington DC, 2016). Nadie como ella exprimió tanto ese plus de resistencia que nos ha dado Galicia, ese gen incombustible que explica por qué llega un gallego allá donde no llega nadie más, en las peores condiciones de sufrimiento físico y mental, ya sea con olas de veinte metros en el Gran Sol o buscando un futuro en cualquier lugar del planeta.

Conchita murió ayer en un refugio para personas sin hogar de la capital federal estadounidense, tras pasarse 35 años a la intemperie frente a la Casa Blanca protestando contra las armas nucleares, contra las guerras y contra quienes las organizan.

Por estos regalos que a veces te hace este oficio, tuve la suerte de conocer a Conchita un domingo por la mañana de octubre del 2004. Faltaban cuatro días para las elecciones en las que George W. Bush resultaría reelegido presidente, las últimas que hasta la fecha han ganado los republicanos. Y aunque la plazoleta Lafayette, frente a la fachada principal de la Casa Blanca, estaba llena de turistas y corresponsales extranjeros, para Conchita era un día más en la oficina. En concreto, un día en el que no parecía estar de muy buen humor. Quizás por celos: a su alrededor había media docena de chiringuitos como el suyo, de advenedizos que querían aprovechar el tirón mediático de las elecciones. O quizás porque estaba cansada de hablar con periodistas, porque al fin y al cabo ella era la reina, la más fotogénica y estrafalaria, y todos recurríamos a ella. Pero cuando pronuncié la palabra mágica, Galicia, a Conchita le cambió el semblante.

Gallega cien por cien

«Por encima de todo soy española y gallega cien por cien», me dijo, y me contó su historia, mil veces publicada en La Voz: Nació en Vigo en 1945. Emigró a Nueva York en 1960, siendo aún niña. Trabajó en la Embajada de España como recepcionista, se casó con un italo-americano. Tras el golpe militar argentino, ambos viajaron a Buenos Aires y adoptaron una hija a la que llamaron Olga. Después llegó la separación, Conchita perdió la custodia de la pequeña y fue internada en un psiquiátrico.

Aquel drama familiar la empujó a iniciar una reivindicación que al principio fue solo personal, para recuperar a su pequeña, pero que con el paso de los años se convirtió en la voz del pacifismo en la plaza Lafayette. Un escrache que batió todos los récords y duró 35 años.

Conchita, que llevaba siempre puesto un casco de moto porque tenía evidencias de que el Gobierno le enviaba de noche rayos láser invisibles para hacerle el cerebro papilla, diseccionó durante más de media hora la historia reciente de la humanidad. Hablamos de Bush, de Aznar, de Felipe González. Reagan, Thatcher, las Malvinas, Chernobil, la matanza de Tiananmén, los Balcanes, las Torres Gemelas, Irak, Afganistán... Hablaba como una locomotora. En vez del casco, que ocultaba a duras penas con un pañuelo, cabría pensar que tenía un ordenador en la cabeza.

El habitáculo en el que pasó los últimos 35 años de su vida era poco más que una sombrilla tapada con plásticos. Aguantaba día y noche sentada en un pequeño taburete que le habían regalado, porque según decía no la dejaban tumbarse. «Dicen que esto no es un cámping, y me echan». Solo abandonaba su puesto de guardia un par de veces al día para acicalarse e ir al baño.

Según el diario The Washington Post, Conchita murió en el refugio para personas sin hogar N Street Village. Últimamente estaba medio jubilada. En el 2012, un taxi la tiró de una bicicleta y desde entonces había vivido acogida en la Peace House, una asociación pacifista de la capital. Para evitar que las autoridades le desmontaran el tenderete, voluntarios de la asociación se turnaban las 24 horas y Conchita solo iba un rato durante el día.

Antes de despedirme le pregunté si le gustaría morir allí, bajo sus plásticos, o regresar algún día a Galicia. «Yo tengo que seguir, porque mis principios morales no me permiten dejar esto. Sería muy egoísta. Dios me ha puesto aquí por alguna razón», me dijo. «Pero aunque volvieran solo mis huesos, me gustaría regresar allá, a Galicia. No quisiera que me enterraran aquí».