Una conquista a prueba de límites

Lorena García Calvo
lorena garcía calvo VIGO / LA VOZ

VIGO CIUDAD

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Chus Lago, Verónica Romero y Rocío García cuentan su aventura polar tras recorrer 200 kilómetros en Barnes

21 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

«Hemos visto cosas que vosotros no creeríais», dice Chus Lago parafraseando la mítica Blade Runner. Solo que lo de la expedicionarias viguesa, Verónica Romero y Rocío García Orta no es ciencia ficción, sino un cúmulo de vivencias que han atesorado a lo largo de 200 kilómetros y tres semanas en el segundo lugar más inhóspito de la tierra, el casquete polar de Barnes, en la isla canadiense de Baffin.

Tras semanas de expedición helada, de vivir tormentas, soportar gripes y sortear obstáculos, las integrantes del proyecto de concienciación medioambiental Compromiso con la tierra celebran que su aventura polar ha tocado a su fin. Desde el poblado inuit de Clyde River hacen repaso para La Voz de una expedición tan dura como emocionante. «Ha sido lo más duro que he hecho en la vida, pero ha merecido la pena», proclama Verónica Romero a modo de balance. Su discurso es sentido y vibrante. Está feliz por haber sido capaz de caminar por donde nadie -o casi nadie- lo había hecho antes y por remontar cada inconveniente. Los dos últimos años ha dado un giro radical a su vida para poder afrontar este reto, desde reducir a la mitad su jornada laborar para poder entrenar a renunciar a tiempo libre con su hija o cambiar su dieta radicalmente para adquirir más grasa. «Me llevó mucho trabajo y sacrificio, pero ha merecido la pena».

Para Verónica, cuyo bautismo polar fue el año pasado en Laponia, todo lo vivido en Barnes es indescriptible. Pero incluso para Chus Lago, que sabe lo que es subir el Everest y caminar por la Antártida, lo vivido en el casquete canadiense fue especial. «Estoy emocionada. El paisaje es bestial, de repente te encuentras ante enormes paredones helados, hay contrastes de hielo, verdes, azules, montañas que salen, ni una huella... Es muy potente», describe con pasión.

Lo que las aventureras vivieron en medio de la nada helada de Barnes fue rotundo y exigente. Durante 18 días hicieron travesías esquiando y tirando de sus trineos cinco horas por jornada y relevándose al frente de la expedición. Con mapas, brújulas y GPS como guías y con un extremo cuidado las unas de las otras. Porque cuando te encuentras en medio del desierto helado a 20 grados bajo cero, todo mimo es poco. «Nos cuidábamos muchísimo, no podía haber elegido mejores compañeras, la experiencia fue increíble», confiesa Chus.

El pánico de la tormenta

La belleza extrema, casi hiriente, que generó en las expedicionarias cierto síndrome de Stendhal, tuvo su contrapunto en el miedo que pasaron bajo el azote de una tormenta. «Fue tremenda, vientos de 60 kilómetros por hora que te rompen la tienda, no tienes protección de ningún tipo y a mí ahí me saltan todas las alarmas», cuenta Chus, que ha vivido el lado dramático de las expediciones. Reforzar la tienda, soportar como podían los 30 grados bajo cero y pelear interiormente con la incertidumbre de estar en medio de un temporal sin nadie a 200 kilómetros en la redonda las puso a prueba. Igual que las nieblas, no ver brillar el sol, o el agotamiento, sobre todo para Verónica y Chus, que atravesaron gripes. «Pero aun así es una experiencia preciosa, ha sido muy duro porque es un medio que te obliga a luchar contra el frio y el cansancio todo el tiempo, pero tu cuerpo se adapta a la realidad», razona Rocío García Orta.

El acantilado final

Pero antes de alcanzar el punto de encuentro con los inuit y regresar a la civilización, Chus, Verónica y Rocío tuvieron que superar el mayor reto. «Lo más difícil nos esperaba al final. Íbamos bajando como terrazas y creíamos que ya estábamos, pero de repente nos encontramos una rimaya [un acantilado], había un salto bestial y no nos daban las cuerdas, pero además no era una pared recta, sino que sobresalía en la parte alta, era imposible descenderla», recuerda Chus. Por un momento, se vieron sin salida, pero dejaron los bártulos, y encordadas caminaron toda la tarde hacia el este en busca de un lugar más accesible para bajar. Lo encontraron, y al día siguiente, y con Lago supervisándolo todo, echaron mano de cuerdas, piolets y trampones para descender el acantilado. «Al vernos en el suelo fue decir: ahora sí», recuerda Verónica.

Tras un par de kilómetros de caminata y un día de espera, los inuits, que se habían perdido en el páramo helado, llegaron para recogerlas en sus motos de nieve y emprender el retorno. Las habían encontrado siguiendo además sus huellas, con las que se cruzaban las de un oso polar. «Definitivamente, hemos tenido estrella», zanja Chus Lago, con Groenlandia en el horizonte.