Del Tinder al Hater

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

YES

04 feb 2017 . Actualizado a las 05:25 h.

Le entregó un paquete envuelto con descuido en un papel barato. Apenas servía para ocultar lo que había dentro. Para una mirada desentrenada, un trozo de piedra de tacto suave y color tostado. Para la arqueóloga, una herramienta prehistórica, tal vez una pequeña hacha. El tesoro era un pago de afecto. Una ofrenda por cuidar cada verano de aquella cría que un par de meses al año se reparaba en Galicia de la hostilidad obligada del desierto de Argelia, en donde su familia vivía alojada desde la ocupación del Sáhara. Con aquella misteriosa piedra ante los ojos era inevitable percatarse de la consistencia que puede llegar a tener el agradecimiento. Hay momentos en los que todo parece sencillo, en los que se manifiesta el poder arrollador de la concordia. Quién hubiese podido prever que el tesoro de una familia de saharauis, custodiado de generación en generación, iba a acabar en una casa gallega. Era fácil respirar la emoción del canje solo con observar aquel trozo tostado y firme que acababas acariciando con el mimo que se le procura a algo muy frágil y muy valioso. Era fácil sentir el vínculo que se acababa de establecer entre dos mundos alejados por un universo.

EL PODER DEL AMOR Y DEL ODIO

Gozoso intercambio. ¿Qué es más poderoso, el amor o el odio? ¿Qué moviliza más? ¿Qué es más revolucionario? El péndulo de la Historia parece indicar que la cosa va por épocas. Acabó el siglo XX convencido Occidente de que estábamos en una fase de progreso imparable con la democracia imponiéndose por doquier. Algo parecido sentían en la Viena del siglo XIX en la que nació Stephen Zweig, superventas en vida cuyas memorias, El mundo de ayer, reeditó Acantilado en el año 2012 y que hoy leemos con el asombro que nos producen las grandes advertencias. Aquel universo de estabilidad y cultura, en el que el conocimiento era un valor y el respeto la medida de las cosas, alumbró una época terrible que Zweig vivió con una desolación que lo condujo al suicidio. Hoy el odio parece cotizar al alza. IOS acaba de lanzar una aplicación llamada Hater que te facilita afinidades a partir de la aversión. Se presentan como un Tinder de las cosas que no nos gustan. Una red social en la que se practica el escupitajo, convencidos de que no hay nada que una más que un buen enemigo común. Devaluado el concepto de amigo, convertido este en una categoría que apenas vale para sumar likes, el mundo parece estar preparado para establecer redes sustentadas en la tirria. Puede parecer una reacción útil ante lo que tenemos delante. Una confraternidad sustentada en la bilis que segregamos contra Trump. El problema es la dimensión del odio, su vida propia, su capacidad para reproducirse por caminos difíciles de controlar. Una herramienta poderosa que suele acabar revolviéndose contra quien la empuña.

El creador Joan Fontcuberta especulaba hace unos días con la muerte de la fotografía. Esa herramienta que ha servido para congelar el presente se ha convertido en un artefacto para el olvido. Se retrata todo pero todo desaparece al instante en una montaña infinita imposible de gestionar. Él es un genio en la detección de mentiras, te las pone delante para que reconozcamos que muchas veces tienen aspecto de verdad. A finales de los años noventa, Fontcuberta realizó una intervención artística titulada Sputnik. Planteaba con hechuras de veracidad la historia de un cosmonauta, Ivan Istochnikov, (en realidad su propio nombre traducido al ruso) que se había perdido por el espacio sideral. La historia era un juego con el espectador que un día fue recogida como cierta en un programa de ese truhan de la ciencia llamado Iker Jiménez. «Fue orgásmico», declaró aquellos días Fontcuberta, regocijado con la trayectoria vital de aquel caballo de Troya llamado Sputnik con el que consiguió dejar en evidencia los peligros de nuestra pasmosa credulidad. En realidad, los tiempos no han hecho más que reforzar nuestra dificultad para movernos por terrenos firmes. Imagino a Fontcuberta flipando con esta ebullición en la que ha entrado la post-truth, esa que hasta gana elecciones. Contra ella, un misterioso trozo de piedra que una familia saharaui entregó un día a una mujer gallega en señal de agradecimiento.