Oro parece, plátano es

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

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22 abr 2017 . Actualizado a las 05:15 h.

El 24 de agosto del año 79, el monte Vesubio reventaba sobre los tejados de Pompeya y sepultaba bajo toneladas de ceniza y lava un modo de vida. La tragedia de una población se convirtió con los años en un tesoro arqueológico, un fotograma suspendido en el tiempo como el mosquito que queda atrapado en un pedazo de ámbar por los siglos de los siglos. Pompeya ha sido en estos años una metáfora de nuestra mortalidad, una evidencia de lo frágil que es la existencia, de ese pálpito que ahora está y ahora desaparece. En 1863 el arqueólogo Giuseppe Fiorelli descubrió un método para que los huecos ocupados dos mil años antes por los cadáveres sorprendidos de los pompeyanos fueran rellenados con yeso hasta ofrecernos una estampa aproximada y sólida de esos cuerpos corrompidos por el paso de los siglos. Lo extraordinario de esas huellas es que presentan lo que se conoce como cadaveric spam, un rictus que solo aparece cuando la muerte acontece de forma instantánea. Las elevadas temperaturas que acompañaron a la explosión volcánica explican el fenómeno. Hasta la fecha se han excavado en torno a dos mil cavidades y con cada molde humano se ha especulado con una vivencia, con una biografía previa a esa muerte súbita congelada en el tiempo. Una de las composiciones más famosas es la de los amantes, dos cuerpos apenas entrelazados que parecen buscar en el contacto un último consuelo para protegerse de la devastación que antecede a la muerte. Casi nadie ha dudado en estos años de que las dos figuras correspondían a un hombre y una mujer; la teoría más iconoclasta veía a una madre tratando de proteger a su hija. Pero un reciente análisis de ADN ha confirmado que los amantes eran en realidad dos hombres, dos varones convertidos en símbolo imperecedero del amor eterno e incorruptible. La revelación convierte a Pompeya en algo más que un tesoro histórico. La confusión nos pone delante de todos los prejuicios con los que encaramos la realidad, esa incapacidad para observar lo que tenemos delante sin extraer conclusiones precipitadas o injustas, ese apriorismo en el que inyectamos nuestra particular forma de entender el mundo, como si ésta fuera la única y la mejor.

En torno a una confusión o a una mentira se han levantado muchos mitos. Un trabajo de restauración acometido en los años noventa en el santuario de Montserrat confirmó que la imagen de La Moreneta, símbolo religioso y catalanista, era originalmente blanca. Los humos de los cirios y una reacción química del barniz con el que se fijó la pintura obraron la transposición racial. De blanca a negra. Una lección de tolerancia que desacreditaba la importancia que tantos le dan al color de la piel. Cuando en 1994 concluyó la restauración de la Capilla Sixtina, los historiadores tuvieron que revisar la concepción que hasta entonces se tenía de la pintura de Miguel Ángel. Aquel artista sombrío y timorato era en realidad un pintor luminoso y explosivo, mucho más audaz que la censura posterior. Y así.