Las auténticas chicas del cable

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MARCOS MÍGUEZ

Son pioneras y su vida está cargada de anécdotas como para un buen guion. No son las protagonistas de la serie de Netflix, pero podrían: Emma y María José empezaron a trabajar en los cincuenta como telefonistas, solo podías entrar si estabas soltera, separada o viuda. Y de llevar pantalones, nada de nada...

13 may 2017 . Actualizado a las 20:56 h.

Ahí las tienen, son las auténticas chicas del cable, las primeras telefonistas que trabajaron en el departamento de Tráfico, con anécdotas para llenar y llenar un guion como el de la serie que ahora mismo se ha estrenado en Netflix. Las citamos en un enclave único, el Museo que Telefónica tiene en la calle Jacinto Benavente, en A Coruña, donde ellas vuelven a sentarse frente a la centralita en la que estuvieron trabajando casi cuarenta años. Están tan emocionadas que antes de que haga la primera pregunta las dos han cogido sus auriculares, han quitado las clavijas y se han puesto a lo suyo, a marcar para conectarse con alguien: un número, dos números, tres números, nueve números. ¡Y el que suena es mi móvil! La centralita funciona a la perfección, no ha pasado el tiempo, y todo está en su sitio, así que no queda otra que lanzarse a hablar. Al otro lado del teléfono está Emma Bello (en primer lugar en la imagen), que me responde con la fórmula con la que empezaban todas las conexiones: -«¿Qué población desea?».

-Betanzos.

-«¿Qué número?».

-El 28.

-«Esperamos dar su conferencia antes de media hora. No reclame antes, por favor».

La conversación comienza y Emma enseguida me cuenta que esas frases que ahora repite con tanto salero había que aprendérselas de memoria, porque si te saltabas algo te llamaban la atención. «No podías comerte ni una preposición», indica. ¿Pero había que esperar tanto, media hora, para conectar con alguien?, le digo sorprendida. «Media hora, tres horas o ¡dos días! En algunos lugares no había servicio, y teníamos muchas veces el panel lleno de luces, de la cantidad de llamadas que entraban... Había que ir dándoles salida como podíamos».

Ella comenzó a trabajar en 1959, cuando tenía 23 años: «Iba monísima, con unos pantalones pirata azul marino y una camisa blanca, pero cuando fui a cruzar la puerta de Telefónica, me pararon y no me dejaron pasar: ¡solo podías ir de falda!», cuenta sin quitar el ojo del panel en el que sigue trabajando. «Eran otros tiempos -reflexiona María José González, a su lado- entonces solo podían acceder al puesto mujeres solteras, viudas o separadas (no había divorcio, claro)». Ella estudió perito mercantil y en el año 1958 entró en Telefónica, en el departamento de Tráfico donde estuvo hasta que se jubiló, cuando ya manejaba el ordenador. «Fueron cuarenta años en el mismo sitio, a mí era el que más me gustaba, aunque era muy estresante, porque cada seis o siete mujeres había una vigilanta controlándote. Teníamos muchas llamadas, y en verano, con el calor de las máquinas, se hacía duro. O en noches como las de Fin de Año, en las que había tantas conferencias que era imposible atenderlas todas».

Las dos tuvieron que formarse primero en Barcelona unos meses, donde les enseñaron el control de la centralita, que hoy manejan con la fluidez de siempre: «¿Ves este papelito?

Es el tique que se ponía debajo del reloj para contabilizar el tiempo que duraba la conferencia; aquí están todos los ceros, los unos, por abajo los abonados (los que ya tenían teléfono); y cuando venía Franco a Meirás esta fila era la que le correspondía».

Emma y María José estuvieron mucho tiempo en la calle San Andrés, en A Coruña, donde llegó a haber más de cien mujeres trabajando, pero lo que impresionaba ?repiten? era la central de Barcelona, en la que en aquellos años podía haber unas 300 mujeres. «Hubo un tiempo en que nos comíamos el mundo», bromea Emma, que a sus 82 no tiene quien le siga el ritmo. ¡Me la puedo imaginar a los veintitantos!

«Bueno, todo era dentro de los cánones, ¿eh? ?matiza María José?, pero te puedo decir que nuestro primer sueldo fueron 1.450 pesetas, que para entonces no estaba nada mal. Es verdad que muchas vivíamos lejos de nuestra ciudad, y a mí la pensión me valía 1.400 pesetas. Aunque en aquel momento un mes cobrábamos normal, y al siguiente doble, así que ibas compensando bien».

Emma estuvo en Barcelona, Vigo, Santiago, Las Palmas, Santander y A Coruña. «¿Recuerdas cuando vivíamos en la pensión de Vigo?, le dice a María José. La señora no nos dejaba ni siquiera bajar al cine solas a las once de la noche: ¡y lo teníamos debajo!», recuerda.

Los horarios es otra de las condiciones que han marcado su profesión, en turnos de mañana, tarde y noche, que echaba para atrás a algunas mujeres. «A mí hubo unos años en que me encantaba la noche ?dice Emma?, me venía muy bien estar de una de la mañana a siete trabajando para salir por la tarde». «A veces nos daban las dos de la madrugada al acabar en San Andrés, y enseguida te colgaban la etiqueta, ya sabes, mujeres a esas horas, pero lo único que hacíamos era trabajar».

Y SI ME CASO, ¿QUÉ?

Emma se casó y tuvo una hija y María José se casó y tuvo dos hijos, fueron también pioneras en trabajar dentro y fuera de casa, aunque ni de lejos oían hablar de conciliación. «Cuando te quedabas embarazada tenías que irte obligatoriamente cuarenta días antes del parto y volver cuarenta días después, y había una hora de lactancia», responde María José. «A mí me cogió la época en la que si te casabas ya podías conservar el trabajo, justo cambió la ley, pero conozco a otras mujeres que incluso decían que se habían separado para mantener su puesto».

«Había las rencillas normales, pero nos llevábamos bien, nos ayudábamos..., en teoría no podías hablar mucho, y hasta para hacer pis tenías que esperar a tu relevo. Pero hoy conservamos relación con muchas de las vigilantas también». «Yo me chupé alguna bronca ?indica Emma?, pero las mandabas a tomar por ahí cuando se daban la vuelta».

¿Y es cierto que escuchabais las conversaciones? «Nooo, no podíamos. Nos tenían controladas también desde un despacho donde otra persona visualizaba una réplica de la centralita y veía lo que estábamos haciendo. Aun así ?explica Emma? nosotras debíamos comprobar al cabo de un tiempo si la conexión continuaba porque a veces fallaban las luces o podía perderse el servicio. ¿Ves esta palanca? Si la mueves escuchas al cliente, pero él no sabe que lo oyes», relata.

¡Alguna anécdota habrá!, insisto. «Sí, claro, después de dos horas de conversación al mismo número, a la misma hora, podías deducir que alguien tenía una relación, una ‘querida’. Yo recuerdo también alguna entre dos hombres... Hay muchas», dice María José. «A las cinco de la mañana empezaba el movimiento del Muro de A Coruña, eran conferencias con Castilla para la exportación de pescado; también del matadero de Porriño para Extremadura, pero nosotras todas las llamadas internacionales las teníamos que pasar por Madrid, excepto las de Porto».

Emma y María José jamás pudieron trabajar con pantalones. El primer uniforme que llevaron era una bata azul con cuellos de piqué blanco y el último, que diseñó Cuca Solana, estaba formado por tres piezas: falda, blusa y chaqueta. «¡Qué pesados eran los auriculares! ¡De plomo!, nada que ver con los de ahora, aquellos te levantaban dolor de cabeza», recuerdan.

¿Fuisteis felices aquí?, pregunto para concluir. «Mucho, hubo cosas buenas y malas, pero de alguna manera fuimos pioneras. Nosotras solo os daríamos un consejo como mujeres: jamás dejéis el trabajo por un hombre. La vida da muchas vueltas y nunca se sabe».

Otra curiosidad más para acabar: «Mi madre siempre me decía eso de ‘Sandra, cuelga, ¡que no somos de Telefónica!» [Risas]. «Nosotras solo pagábamos la mitad del alquiler y claro, muchas llamadas las hacíamos desde el trabajo, pero pagar también pagábamos», se revuelven.

«Emma, María José, vamos a tener que cortar, ¿eh? ¿O esta conferencia sale gratis? [Ja, ja]», les digo. «Solo faltaría, que para algo somos las auténticas chicas del cable».  

LAS CHICAS DEL CABLE

La serie de Bambú para Netflix refleja cómo era la vida de las primeras telefonistas en Madrid en 1928. Cuando Emma y María José entraron en Telefónica, a finales de los cincuenta, había más de 300 mujeres trabajando en Barcelona, y algo más de cien en la calle San Andrés de A Coruña. Jamás pudieron trabajar con pantalones y manejaban la centralita con una vigilanta detrás que controlaba sus movimientos, como se ve en la ficción. «No podíamos escuchar las conversaciones, pero te dabas cuenta enseguida de algunas relaciones, porque llamaban siempre a la misma persona, a la misma hora», relatan.